Providencia, piratas y tesoros escondidos

“Cuando vayamos al mar yo te diré mi secreto…” Dulce María Loynaz

 

Hace unos años (ya muchos, quizás), escribí una ponencia sobre “Piratas y tesoros escondidos en Providencia”. En ese momento entendía los “tesoros” como piezas de oro, joyas o dinero del siglo XVIII que perseguían y robaban a la corona española piratas y corsarios contratados por ingleses o franceses.

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Diez y siete años más tarde, los piratas quedan en tres o cuatro nombres y los tesoros de Providencia y Santa Catalina -para mí- son otros, los que verdaderamente están -o estaban- escondidos y que en este último viaje a la isla pude encontrar y me hicieron inmensamente rica. Y feliz.

El primero, como siempre, será el mar…

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El más grande de todos los tesoros azules que se pueda encontrar en cualquier rincón del universo es el mar, y el de Providencia supera cualquier otro, porque es el mar de los siete colores, el que comienza con un azul clarísimo, prístino, que duele al ojo con su belleza y pureza, y que poco a poco va tornándose turquesa -con dos o tres tonos de este bello color- hasta convertirse en azul y al final azul profundo, pasando por infinidad de matices en el cambio de un tono a otro.

El mar de Providencia es el mar de los peces infinitos y de infinitos colores y tamaños, es el de los corales vivos (la segunda barrera de coral más grande de América), de las tortugas, los caballitos de mar, las barracudas, los tiburones y hasta las aguamalas (sí, también son bellas aunque dolorosas).

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Tres viajes inolvidables hicimos en esta oportunidad y que quedan para el wish list de cualquier viajero que se acerque a mis amadas islas:

  • Cayo Cangrejo: No ha habido ni una sola vez que no lo hayamos visitado y nos haya sorprendido por la transparencia de sus agua, porque darle la vuelta careteando permite encontrar “joyas de la corona” como tranquilas tortugas, rayas o caballitos de mar, sin contar con pecesitos de todos los tamaños y colores.

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    Foto de JCDZ

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    Foto de JCDZ
  • Santa Catalina: El mar de Santa Catalina también hace parte de esos tesoros que pocos saben apreciar. Es un gran lugar para caretear y encontrar infinidad de peces en bancos (es decir, muchos), corales vivos y esta vez hasta barracuda y serpiente de mar vimos. Y como nueva aventura, tomamos un pequeño caminito a la Cabeza de Morgan (muy conocida cuando se hace el viaje en lancha) y nos tiramos desde allí. Fue fantástico porque -aunque es muy profundo el mar en ese lugar- el agua es clarísima, es casi irreal.
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  • El Faro: Este mágico lugar también tengo la fortuna de conocerlo hace muchos años y me hace inmensamente feliz cada vez que vengo. Está a unos 50 minutos de Providencia, es un gran banco de arena, con un faro, jeje, y al llegar el agua es literalmente una piscina rodeada por montículos de corales puestos a disposición del aventurero. Te tiras de la lancha y te vas a caretear sin problema de corrientes todos los corales, y poco a poco aparecen los peces más bellos del inmenso mar, tranquilos, descubriendo -como nosotros- los también tesoros que esconden los corales. hasta tiburones bobos juegan entre nosotros. Es el faro del fin del mundo. Es uno de los lugares más bellos para conocer. Apunten porque no es de los viajes que les recomienden al llegar.
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Luego están las playas, para todos los gustos y edades.

Manzanillo, con la alegría rasta de Rolando y su chiringuito ya mítico en la isla (existe desde finales de los ’80), es una playa de olas vivas, extensa, limpia y llena de cocoteros. Se accede a ella por una carretera secundaria, lo que permite adentrarse un poco a la montaña y al hermoso verde de la isla.

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Foto de JCDZ

Luego viene Suroeste, una playa larguísima, que se pierde en la distancia, con un mar tranquilo donde duermen las barcas de los pescadores de la zona. Suroeste invita a tumbarse en una hamaca y tomarse una cerveza fría mientras la vista se pierde en el horizonte. Es allí también donde cada sábado se realizan carreras de caballos; una competencia digna de ver y disfrutar, no sólo por los caballos, sino también por los jinetes, sus pintas y los espectadores, mezcla de turistas semi desnudos tomando fotos y atravesándose, y locales bien vestidos que apuestan por uno y otro competidor.
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También está Aguadulce (Freshwater), una pequeña playa en la zona “turística” de la isla, donde el mar es muy tranquilo e invita a los niños a correr y jugar sin peligro alguno de corriente o de olas.
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Y por último, sin dejar de ser igual de bella que las anteriores, está Allan Bay (también llamada Almond Bay). Hace pocos años se arregló el acceso a esta playa, recomendadísima para ver el atardecer… aún no olvido ese sol que vi morir allí en mi penúltimo viaje hace tres años. Allan Bay tiene olas, tiene playa, enromes rocas y Delmar te prepara pescado frito con fruto de pan. No se lo pueden perder: ni la playa ni el fruto de pan.

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Ahora vienen las montañas

Qué decir sobre las montañas que ya no me hayan oído (leído) hasta el cansancio… pero… éstas… son diferentes… es en serio.

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Providencia tiene 17 kms2 y Santa Catalina 1km de extensión, todos, todos, salpicados de montañas de diferentes formas y tamaños. Ver las montañas desde el avión, verlas cuando vas por la carretera, desde el puente de Santa Catalina, desde el mar… es una visión embriagadora, te llenan completamente sus tonos verdes (que contrastan tan bellamente con los azules del mar) y sus sinuosas formas que cambian de un momento a otro. El follaje, los árboles, las palmeras, la vegetación en general. Esta vez descubrí que la belleza de Providencia también está por dentro y que me queda mucho por descubrir.

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La montaña más alta es El Peak, con 375 mts. En esta oportunidad no la subí, no subí montañas, lo cual me dejó un poco inquieta, pero el objetivo de este viaje era otro, y siempre siempre podré volver; ya investigué los caminos que hay y los isleños que me los pueden enseñar. Tengo un pretexto para regresar… pronto… siempre.

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Correr la isla

Mi nuevo gran tesoro de la vida: correr y ahora correr la isla. Ninguna de las veces que había venido (más de siete) la había corrido, sólo una vez le di la vuelta en bicicleta, pero entonces tenía diez y siete años y me pareció tortuosa: iba en vestido de baño, llena de arena y persiguiendo a algún novio que iba delante de mí. No se vale.

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Ahora la corrí y me lo gocé como nunca. Cada mañana salíamos antes del sol (Ana Paula y yo) y corríamos juntas, a veces hacia Suroeste, otras hacia el aeropuerto, seis, siete, hasta diez kilómetros. Luego volvíamos muertas de calor, con el sol ya saludándonos, y nos metíamos al mar -así vestidas- frente a la casa. Allí estirábamos, hablábamos y era como nuestro rincón de chicas, nuestro momento “adulto” y propio del día. Gracias AP por disfrutar tanto como yo de correr la isla. Te extraño.

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Luego un día muy nublado salí sola sin más pretensiones que correr un rato -aprovechando el clima ideal- y terminé haciendo los 17 kms que tiene la única vía circunvalar de la isla, y descubrí de una manera nueva y emocionante todos aquellos lugares que había visto en la juventud desde una lancha o una camioneta.

Fue aquí donde comenzó todo y hoy lo recuerdo como si fuera ayer. Cuando me enamoré del mar, el por qué me enamoré de él, de su olor, de su brisa provocadora, de sus mareas tan cambiantes como sus colores. Salí a encontrarlo, corrí hasta Suroeste por la playa. Estaba sola. La playa. Yo también. Él también. Cerré los ojos y me quedé escuchando su leve rumor sobre la arena. De pronto se escuchó desde adentro, desde el corazón de la isla un gran alboroto… era la lluvia que venía embravecida por la montaña cayendo con fuerza sobre los árboles más la furia del viento. En un segundo me llegó, me lavó y dejó sus marcas en la arena y en mi piel. Nos limpió completamente. Ahora éramos la playa, el mar, la lluvia y yo. Los sonidos acuáticos se mezclaron en una música única que seguro jamás volveré a oír. Y así como llegó, así mismo pasó.

Ahora tengo grabado en mi memoria el recorrido de una día lluvioso en el que salí y simplemente comencé a correr: Aguamansa, Halley View, Rocky Point, el Aeropuerto, La Montaña, Maracaibo, Santa Isabel (el centro), Pueblo Viejo, San Felipe, Aguadulce, Suroeste, Casabaja y nuevamente Aguamansa.

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Terminé y me metí al mar, me bauticé nuevamente en sus aguas como corredora, como amante del mar y las montañas, las de Providencia.

El mar es el amor puro. No defrauda, no exige ni se le exige nada. Todo lo da. No se cansa, no se distrae, no espera, no hiere ni cambia su manera de ser. Puede embravecerse o quedarse dormido, o estar alegre y tener mareas juguetonas. Siempre será el amor del mar. Es en este lugar donde me recargo de mi energía marina y vuelvo a ser sirena, caracola, caracolina.

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La familia

Pequeño gran tesoro que a veces podemos dar por hecho sólo porque compartimos un apellido, un mismo papá, un abuelo, pero no: la familia es una fortuna que se tiene o no se tiene, y yo tengo la inmensa gracia de tener una familia grande y hermosa, por mis dos apellidos.

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Foto de JCDZ

Hemos crecido ya, uff… por generaciones, y en este viaje compartimos dos: madres, hijas e hijo, y JC. Antes nosotras éramos las hijas, ahora somos las madres. Maravillosa vida. Es difícil describir todas las emociones y recuerdos que se mezclan cuando convives con los amados, tus sobrinos-primos (no voy a explicar ahora por qué nos decimos así), pero volver a estar juntos, después de muchos años, ahora con esta pequeña gran generación que viene, es una forma de volver a ser niños y a la vez crecer, es una energía que recarga el alma completamente y le da otra dimensión a la felicidad, sobre todo a la compartida.

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A José Carlos, Ana Paula, Sabina, Miranda y mi muy amado hijo Emilio, gracias por esos días maravillosos de risas, tanto mar, mangos, galletas Oreo, Pringles y «economía de guerra» que vivimos. Nunca olvidaré(mos) este tiempo que la vida nos regaló para pasar juntos.

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“El tiempo y la marea no esperan a nadie”.
Proverbio japonés

Publicado por carocaracolina

Carocaracolina es una caracola que escritora, viajera y podcastera. Y todo esto pasa en Lapensadera.

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