«Antes de renacer / te guardé en mi memoria
me prometí buscar / buscar y encontrarte…»
«Caminar es el medio de transporte más lento y antiguo que existe, al que no prestamos atención y apenas valoramos porque es gratuito; lo realizamos desde temprana edad y damos por sentado que va ser siempre así. Sin embargo, caminar es un regalo, otro tiempo, otra realidad, es un privilegio llegar a los sitios por mi propio pie, reparando en infinidad de detalles que de otra manera pasarían desapercibidos… Es la demostración -literal- de que con pequeños pasos se puede llegar muy lejos». Libre y salvaje, de Ignacio Dean
A mis amigos del Camino
20 de octubre de 2017
Si hay alguien capaz de hacerlo, esa eres tú.
Llegué al albergue de Finisterre como a la 1pm, empapada de todo lo que me había llovido desde que salí de Muxia pero, aún así, dejé la maleta y salí hacia el faro; era lo que tenía que hacer, así llevara 32 kms caminados ese día.
Había neblina por todos lados. Caminé una cuesta de 3.5 kms hasta que llegué. El mojón decía «Km. 0». Ese era -al fin- el fin. Saqué mi «ofrenda» y la carta que le escribí, y las colgué en la estructura del faro. Las miré… ahí estaba representado un pasado y lo que sea que hubiera sentido por él… lo traje hasta aquí para dejarlo. Allí se quedaba. En el final de la tierra.
Si algo aprendí estos últimos 37 días de camino fue a recibir todo con gratitud, y esto era lo que había para mí hoy. ¿Qué significaba? Como siempre, debía averiguarlo. Pero así era hermoso: la montaña y los árboles dentro de la neblina… intuía el mar en algún lugar, o en todo el lugar, junto con el viento, rugiendo, soplando. Me senté en una roca, cerré los ojos, pensé en la ofrenda y en lo que le había escrito. Y lloré. Me sentía vacía pero a la vez tan completa… el Camino había acabado. Sólo el final de la tierra había podido detenerme. Todos estos kilómetros fueron un camino hacia mí.
20 de octubre de 2018
¿Que por qué caminé? Porque nunca algo tan sencillo me hizo sentir tan viva.
Ha pasado justo un año desde que terminé a pie el Camino de Santiago. 950 kilómetros. Arranqué por el Camino del Norte (en Irún), montaña y mar, luego tomé el Primitivo (en Oviedo), pura montaña, hasta llegar a Santiago de Compostela y de allí me fui hasta Finisterra (el fin del mundo).
Hace un año… pero leo el diario y vuelvo a revivir tantos momentos increíbles, tantos paisajes… mi vida durante treinta y siete días dio un vuelco total y me convertí en una caracola feliz con su casita a cuestas: 5 kilos representados en una muda, la pijama, unas chanclas, el impermeable y el polar, el cuaderno de escribir, las cosas de aseo y la comida y el agua que recargaba cada tanto.
A pesar de haber arrancado con una idea general de lo que sería el Camino, no podía haber imaginado a lo que en realidad me iba a enfrentar hasta que no comencé a vivirlo, a experimentarlo, a caminar… hasta que se convirtió en mi vida, en mi rutina.
Cada vez que estaba en el portal de un albergue, lista para salir a caminar, me bañaba esa luz del amanecer, unas veces azul y otras ya naranja, y mi pecho se llenaba de alegría, de una inmensa felicidad de estar viva, de respirar, de cargar mi caracol y poder levantar un pie tras otro e ir haciendo un camino nuevo, una vida diferente, con la esperanza de llegar a algún lugar pero sin pensarlo o planearlo tanto.
Mis únicas rutinas claras eran llegar a un pueblo con albergue en horas de la tarde, tomar una cama, bañarme, lavar la ropa, comer/cenar, escribir mi día en el cuaderno y algunas veces hablar con otros peregrinos o salir a conocer los alrededores. ¡Qué sencillo era! No me preocupaba de trancones, de pagos programados, de qué ponerme, de agendas o calendarios.
Por supuesto que hubo sorpresas, imprevistos y dolores del cuerpo y el alma que se me presentaron así, sin más, pero que al final fueron mensajes claros de lo que debía vivir, descubrir, sanar y soltar.
Sufrí por la convivencia multitudinaria de los albergues, pero eso me enseñó a ser más paciente, más tolerante. Sufrí la ausencia de mis seres amados, de mi hijo, y de cómo -si no estás- ya no existes, pero eso me enseñó a soltar, a silenciarme, a escucharme solo a mí misma; era la única que existía, donde fuera que estuviera. Sufrí el frío, la lluvia, las ampollas y un dolor de tibiales que hasta me detuvo un día, pero aprendí a ponerle nombre a todo: a limpiarme por dentro y por fuera, a desatar esos nudos internos que salen a través de dolores físicos. Y todo sanó, y renací (no sin antes guardarte en mi memoria).
Pero no todo fue sufrir, lo que más hice en realidad fue vivir, sentir, gozar, maravillarme, agradecer. Amé el Camino y todo lo vivido en él.
Guardo las mejores postales en mi memoria -y en algunas fotos digitales-. Postales del mar y de sus amaneceres, de los bosques cuando arranqué en el País Vasco y luego en Asturias y Galicia y, por supuesto, postales de las montañas.
GRL PWR
Hay muchas razones por las cuales se hace el Camino de Santiago. La principal, la religiosa. Y aunque soy católica, esa no fue mi motivación. Desde años atrás pensé en hacer el Camino como un reto físico y demostrarme a mí misma de qué era capaz. Y quería hacerlo sola y ese fue tal vez uno de los mayores retos: dejar mi casa, mi hijo, mi trabajo y viajar al otro lado del charco, y caminar sola… tantos senderos que recorrí, carreteras, caminos veredales, carreteables, la playa.
Cierro los ojos y se viene a mi mente el sonido de mis pasos y del bastón que llevaba. Tas, tas, tas… y la mente -la loca de la casa- de un lado para otro. A veces tranquila me recordaba una canción y la tarareaba todo el rato sin darme cuenta; a veces solo estaba absorta en el paisaje, en el mar, en las aves, en la luz sobre las montañas. A veces hablaba conmigo misma, o tenía conversaciones con personas, o conversaciones pendientes -que al final nunca existieron-. A veces lloraba, de felicidad o de tristeza; una vez oí el balar de un cabrito muy pequeño y me recordó a mi hijo y su nacimiento, y lloré y lloré. Lloré de amor, lloré por estar ahí y no con él. Pero las lágrimas -del cielo o de mis ojos- me lavaban, y las palabras me acariciaban, y así poco a poco me hice más fuerte.
Imponerse retos y lograrlos nos empodera, nos hace fuertes, nos mejora la autoestima y nos hace vernos a nosotras mismas como las mujeres fuertes que somos, desde hace miles de años.
Podría quedarme escribiendo más, tal vez haya hasta material para un libro, pero hoy solo quería agradecer a Dios y a la vida por haberme permitido realizar un viaje tan fantástico, y con la emoción de planear otro y otro y otro. Porque caminar nunca antes me había hecho sentir tan viva.
«No, no he visto en el espacio algo que me guste tanto, que me guste como tú».