En 2017 fue la primera versión de esta carrera de montaña, en una de las regiones -para mí- más bonitas del país.
En enero de ese año tuve la fortuna de hacer un viaje familiar a Nariño, y todo todo lo que ví y sentí fueron sorpresas: desde las vastas montañas que se me mostraron desde el avión, hasta los lugares sorprendentes que visité: la Ciudad Sorpresa, es decir Pasto, El Volcán Azufral con su hermosa laguna aguamarina, la imponente Catedral de Las Lajas, el mágico valle de Sibundoy (Putumayo) y -por supuesto- la Laguna de la Cocha.


Como era de esperarse, desde que llegué a la Laguna quería salir a correrla y recorrerla, pero en ese momento estaba con una lesión de talón y no me fue posible sino hacer un corto recorrido de 5 kms. Sin embargo, cada día por la mañana me paraba frente a la laguna, veía la hermosa montaña que tenía al oriente y pensaba: yo quiero subir allá, cómo se podrá ir. Era el cerro de la Cruz; en ese momento distante, hermoso, protegiendo la Laguna de La Cocha o Guamuez como también le llaman.
Pasó el 2017 y este año, mi coequipero atómico Dani, estuvo nuevamente invitado a correr La Cocha Trail 2018 y dijo: nos vamos para Pasto. Así no más. Yo feliz de volver a esas tierras que tanto amé, pero con la firme intención de no participar en la carrera, porque para este año decidí solo entrenar y enfocarme en mi reto de diciembre. Sin embargo, con el pasar de los días y la emoción que significaba tener la oportunidad de subir esa mágica montaña me inscribí. Sin pensarlo. A los 21 kilómetros.
Se nos llegó el día del viaje.
Nuevamente pegarme de la ventanilla del avión para ver esas majestuosas montañas… el Macizo Colombiano, la reserva hídrica más grande de Colombia, catalogado por la Unesco como reserva de la Biosfera, el punto de inicio de nuestras tres cordilleras. Sin tantos apellidos ya es hermoso, pero con todas esas cualidades lo es aún más.
Nos recibió en el Hotel Morasurco Edwin Martínez, líder de Pasto Running y organizador de la carrera; un hombre visionario y soñador que me hizo parte de ese grupo de corredores élite invitados y -por dos días- estuve codeándome con grandes del Trail como Natalia Marín, Hildebrando Machado, Julián Castaño y los Padua, sin más pretensiones que compartir con todos ellos, reírnos y conocer a personas sencillas, juiciosas y amantes de la montaña como nosotros (Dani y yo).

La carrera
La Cocha Trail se define para mí como la carrera más bonita de todas las que he hecho, y no es por la ruta -que ya hablaré de ella- sino por el entorno, por todo lo que implica desplazarse hasta esta hermosa tierra y salir a las 5:30 de la mañana en un pequeño barquito por la Laguna de La Cocha, con la luz azul del amanecer y la neblina perezosa que aún no se levanta. Eso, por más que intento describirlo con palabras, no alcanza a describir su belleza.

Unas quince lanchas llenas de corredores cruzamos un tramo de la laguna hasta el punto desde donde salía la carrera. Éramos ciento treinta y ocho corredores para los 23 kilómetros. Mi compañero atómico – a pesar de haber dicho que correríamos juntos, jeje, ilusión- desapareció antes de terminar el conteo regresivo: «cinco, cuatro, tres…» y ya no lo volví a ver. Me quedaste (o te quedé) debiendo el beso de la buena suerte 😉

Salimos por una pequeña trocha muy enlodada, lo que quiere decir que en menos de 20 metros ya teníamos el pantano hasta los tobillos. Buen comienzo. El clima estaba muy nublado y con una pequeña llovizna, pero apenas se entra en calor con la carrera eso no se siente.
Pasados unos quinientos metros vino un carreteable de unos diez kilómetros y luego comenzó lo bueno, nuevamente trocha y la montaña que tanto anhelaba. Ya no la anhelo tanto, jeje, porque fue muy dura, pero la disfruté. Disfruté cada zancada, cada pisada con el barro hasta en la boca. Disfruté de la lluvia que nos acompañó todo el ascenso, y me concentré en los sentidos, en los sonidos de la naturaleza: ranitas, la lluvia, el viento, la vegetación nativa, hasta la humedad se escuchaba. El barro rodando como cascadas, los gemidos de los corredores cada vez que escalaban (sí, era escalada) un tramo más, uno más, y la cima de la cruz no llegaba. Pero yo estaba absorta con la belleza, con la lluvia y hasta con el frío. Saqué los guantes y me puse la chaqueta impermeable, no veía nada más allá de la espesura del bosque, la Laguna era un acto de fe porque las nubes estuvieron siempre muy cerca.
Disfruté y me concentré en la fuerza de mi cuerpo para arrastrarme, saltar, subir con mis piernas, mis brazos y las cuerdas de apoyo que aparecieron de vez en cuando. Pensaba en en Edwin, que se inventó la carrera; en Elkin, que trazó la ruta; y en mí, que vine desde tan lejos a hacerlo. Me pregunto… ¿Quién está más loco de los tres? qué felicidad esta locura colectiva por la montaña, por el deporte, por la paz y el gozo.
Llegó la famosa cruz y el frío era terrible. Frío y lluvia. Y comenzó la bajada que era mejor como un tobogán. Al principio muy técnica con unos escalones de madera muy desgastados (por allí es un camino de peregrinación religiosa) y luego más barro y resbaladas, azotadas, patonaje en el barro, fuerza del tronco y equilibrio para no caer. Hasta volver a tomar el carreteable unos cuatro kilómetros más y llegar al Encano, el pueblito que custodia la Laguna de La Cocha. Qué felicidad cuando vi la iglesia a lo lejos, ya sabía que era poco lo que faltaba.
Pero no iba a ser tan fácil la llegada: ya lo había dicho Edwin. Antes de la meta cruzamos un río cristalino, grande, con el agua hasta la cintura. ¡Qué maravilla! ¡Qué felicidad la gente que está loca!
Delante de mí iba una chica a la que alcancé antes de llegar al Encano, pero unos metros adelante me pasó refunfuñando. Yo la dejé porque la verdad no tenía tanta energía como para volver a alcanzarla y no era el plan. Al ver el desvío hacia el río, la chica comenzó a mandar insultos a diestra y siniestra. Pasó el río de la mano -y de la sonrisa- de Hugo (que ya era suficiente para estar feliz) y le respondió con otro madrazo y unos cuantos más al llegar a la meta, sabiendo que allí estaba la medalla de finisher, el gran Julián Castaño pasándonos un piña jugocísima y deliciosa y hasta plato de pasta ofrecida por la organización. Pensé: qué pesar terminar así algo tan bello. Pero bueno, cada uno tiene su camino.
Llegué feliz, no me lo podía ni creer. Me sentí muy bien durante toda la carrera, no sufrí más allá de estar embarrada, pero no me dolió nada, no tuve frío, sólo puedo recordar ese camino con gozo y disfrute. Sólo puedo cerrar los ojos y pensar en esa montaña, en el deseo cumplido, en cómo el universo conspira para que mis sueños se conviertan en realidad, así suene a cliché. Así fue. Subí esa montaña y la amé.
Gracias infinitas a Edwin por la hospitalidad, a Elkin y todo el equipo de Aire Libre & Aventura; a Harold, a Hugo y a la gente de Pasto Runing. Y a Dani por ser mi persona favorita.