Paro mis entradas de Cuarenta Mujeres en tiempos de Cuarentena, porque no puedo dejar de escribir algo que pasó durante este confinamiento -que claramente ya no son 40 días-, que me marcó profundamente y quedará guardado en mi memoria poética. Se trata de la mochila tejida que le hice al Atómico. Y quiero contar la historia desde el principio…
El año pasado, en marzo, hicimos un viaje al corazón de la tierra, a Nabusímake (Leer la crónica AQUÍ). Fuimos a conocer este mágico lugar y a hablar con el Mamo de la región, Arwawiko, un hombre sabio, sereno, bajito y muy silencioso.
Durante una de las entrevistas que tuvimos con él, nos estuvo contando sobre sus implementos más preciados que tienen los arhuacos, como lo son su poporo y sus mochilas. Alguien le preguntó qué significaba la mochila, y una de las interpretaciones que dio (porque para los indígenas -lo cual es maravilloso- la vida está llena de significados), fue que la mochila era el «vientre» de la mujer, y allí se guardaba lo más preciado. Eso para mí y mi mundo mujer/madre fue un golpe de amor maravilloso, y casi entendí porqué me gustaban tanto, sobre todo las indígenas, las de fibras naturales. Pero no lo justifico, jeje, porque por mucho tiempo fue compulsivo y eso ya raya en el consumismo, del cual hoy en día trato de alejarme. Pero tal vez era por eso, por su hermosa forma de abrigo femenino que me gustaban tanto. El caso es que quedé prendada de la historia.
El Mamo terminó su explicación diciendo: la mochila principal es la que la mujer le hace a su esposo, y mostró la suya, hecha por Ati, su joven mujer que llevaba en brazos un bebecito. Dani se volteó y me dijo -con ese cariño pandillero que se manda-: oe, ¿y ud cuándo me va a hacer la mía?. Y quedó como un chiste de la reunión. Al despedirnos, el Mamo me tomó la mano y sin mirarme a los ojos me dijo: comienza la mochila.

«La mochila arhuaca es el vientre de la mujer, es la creación.
Por eso allí se carga lo más sagrado”. Mamo Gun Arwawiko.
Eso para mí también tuvo mucho significado, porque ya dije que amo las mochilas, amo las fibras naturales y tiempo atrás tomé clases de cestería con una gran amiga, con lo cual me siento muy cercana a este oficio, me encanta, lo valoro, lo entiendo, sé lo que es dar esas puntadas y todo lo que queda ahí, con cada vuelta que le damos al tejido. Y bueno, amo a Daniel.
Así fue como me tracé un proyecto: hacerle una mochila a DaniChan. Estando aún en Nabusímake estuve mirando cómo tejía la señora que hacía la comida en el lugar donde estábamos alojados. Memoricé la puntada, muy parecida a la de la cestería, pero sin «alma», sino agarrada con lo que uno mismo va tejiendo. Más adelante intentaré explicarlo mejor. Lo importante era ver el tipo de puntada que, aunque yo no iba a usar lana virgen, debía servir para mi propósito.
Yo quería hacer la mochila con fibra de cumare, una palma muy alta y llena de espinas, originaria del Amazonas, de la cual se aprovechan sus hojas tiernas para sacar la fibra y fabricar chinchorros, bolsos, vestidos, redes, sogas y más, ya que es muy fuerte. O sea, no es como la lana con la que estaba hecha la mochila del Mamo, pero bueno, yo quería cumare sí o sí, y tenía una madeja guardada de mi época fanática de comprar mochilas -y cumare-.
Sin saber la vida -ni yo- una madeja que llevaba guardada tal vez cinco años, porque para mí eran como pequeños tesoros, por fin había encontrado su propósito. Ella -la madeja- sería el medio para lograr un fin -la mochila- y expresar un sentimiento -el amor-. Ya, me enamoré más con esta historia.
Saqué mi bolita de cumare, busqué la aguja de punta roma y «intenté» comenzar… a recordar cómo se empieza el tejido. Cuántas veces fallé, no las conté pero fueron muchas y, una de las cosas que me enseñó mi maestra Leticia es a soltar y desbaratar; ese es tal vez de los aprendizajes más bellos cuando se teje, porque cuando desbaratas se va lo hecho y casi casi desaparece el ego (qué meditación).
Hasta que me salió y comencé a tejer muy emocionada.

«Así comienza una mochila. Y el amor también.
En el fondo haces la puntada más apretada para que no se escape nada. Entonces tejes pensando en que allí quede todo lo que quieres guardar: el respeto, la honestidad, la admiración, el amor, el deseo, la complicidad y, por supuesto, la amistad».
Tenía tanta ilusión de dejar plasmado mi amor en esa mochila, de tejer interpretando -o sembrando- sentimientos en ella, que esos primeros días solo llegaba a tejer.

Pero rápidamente pude darme cuenta que estaba «apretando» mucho la puntada, tal vez por mi experiencia en la cestería y, siguiendo por ese camino, o mejor por ese tejido, estaba arruinando el trabajo. Así que decidí cerrarla y convertirla en un portacalientes que le regalé a mi suegra. Bueno, quedó en la familia.
Inicié nuevamente, soltando un poco más el tejido y usando un cumare más delgado, para que se vieran los espacios libres entre puntadas, que serían los que permitirían que la mochila «respirara» y tomara su propia forma. Perdón, pero me encanta hablar de ella, la mochila, como un ser mágico y con vida propia. Que para mí lo es.

«Comenzar la mochila nuevamente fue un poco extraño. Parece que no se deja tejer,
o no se quiere dejar tejer así. Pero creo que lo he resuelto soltando la puntada.
Así es el amor, no se puede amarrar, hay que dejarlo a sus anchas caderas…»
Nuevamente llegué al mismo lugar y la misma disyuntiva: la sentía apretada, dura, sin posibilidad de «contener», así que -nuevamente- debía cambiar algo. Y la dejé. Esa todavía la guardo en mi bolsita del tejido.
Aunque mi primera idea fue basarme en la misma puntada Arhuaca, era cierto que el cambio de fibra no me ayudaba a ajustarme. La lana es delicada y maleable, en cambio el cumare es rudo y con mucho cuerpo. Podía haber abierto aún más la puntada, pero entonces se le iba a salir todo lo que metiera dentro. Pensé y pensé hasta que no tuve más remedio que cambiar de técnica y, recordando la del enrollado, enseñada por mi amiga Leticia para hacer canastos, decidí irme por ese camino. Con este ajuste, ya no tejería sobre la misma fibra, sino que tendría un «alma» que, en este caso, fue de cabuya. Para los que no la conocen, es otra fibra natural sacada de una planta conocida con el mismo nombre o maguey, o cardón.
Escudriñé en la memoria de mis manos y -una vez más- comencé. Con la misma ilusión, por supuesto, pero ya rezagada en mi lista de tareas o pendientes diarios, lo cual hizo que se quedara escondida en algún cajón muchos, pero muchos meses.

«Día 5. A todo le llega su hora. Es tiempo de tejer».
El día cinco de la cuarentena la descubrí nuevamente, la pobre, qué vergüenza con ella… y se convirtió en mi actividad favorita del confinamiento. Bueno, con la lectura, la escritura y algo de ejercicio. Le dedicada una o dos horas al día, y cada vez que tejía sentía una enorme necesidad de pensar en todo lo bueno que en la vida desearía para Dani, con la ilusión de que, al ir cargada de buenos deseos, sirviera también de amuleto e hiciera que se cumplieran. La mochila tiene treinta y siete vueltas y en mi diario están escritos veintiséis deseos para él. Creo que son suficientes.
También seguía pensando en todo el significado de la mochila y el amor… cómo se comienza una base que, como dije antes, contiene eso, las bases del afecto, lo que no se debe mover ni se puede dejar perder: la complicidad, el cariño, el respeto, la libertad del otro… y luego comienza a extenderse y a «subir», porque el amor evoluciona para encontrar un lugar propio en la vida, en nuestras vidas. Y no me refiero a cuatro paredes o a un espacio físico, me refiero a un espacio donde crece el «nosotros», diferente al «tú» o al «yo». Entonces esas «paredes» no son perfectas, no pueden serlo, y no es una excusa para los pequeños tropiezos en algunas puntadas, o bueno, también, pero ahora lo entiendo como eso, como la construcción de un nosotros venido de dos partes diferentes, y que al juntarlas a veces molesta o no se ve bonito… pero en conjunto sí que es hermoso.
Para finalizar, necesitaba la correa o riata. Mi maestra Leticia me dio dos consejos/caminos: hacerla con la misma técnica del enrollado, o en croché. Como mi única ilusión con esta mochila era dársela a Dani como una ofrenda venida de mis manos, como símbolo del amor que siento por él, no tenía mayores expectativas con el terminado. Tampoco quiere decir que no me importara, pero en este punto, Leti hubiera querido que quedara «perfecta» y que no se notara nada «extraño» como mezclar dos técnicas, lo cual a mí, por el contrario, me parecía maravilloso, además porque le daba más fuerza al cumare al ser el único protagonista de ésta. Hubiera sido más fácil tal vez hacerla igual, pero me disfruté el croché, que también desbaraté como cuatro veces hasta que me gustó.
Y así terminé mi mochila, y la miraba y me sentía tan pero tan orgullosa de mí misma, y feliz… por el trabajo hecho y sobre todo terminado, por el amor depositado en cada puntada, por las palabras de aliento de mi hijo cada vez que la veía: «wow mami, te está quedando muy bonita» y, por supuesto, por la mirada de amor y gratitud de Dani cuando la recibió y de una se la trenzó. Y espero que ya nunca más se la quite.