«Una actitud prudente hacia los placeres de la vida puede llevarnos a disfrutar mucho más nuestra existencia». Cultura Inquieta.
Esta mañana leí un texto acerca de Herman Hesse y su ensayo “Sobre los pequeños placeres” que escribió en 1905. Aunque sólo fue un acercamiento a su escrito, no pude estar más de acuerdo con lo que decía: “Mucha gente vive hoy en un estupor aburrido y falto de amor… Pero el atribuir una enorme importancia a cada hora y cada minuto, la prisa como el objetivo último de la vida es, sin duda, el enemigo más peligroso de la felicidad”.
Qué frase tan poderosa… y a la vez tan cierta. Hasta dónde vivimos el día a día como una secuencia de minutos, horas, días y semanas. Qué demoledor sentir ese vacío en la vida y dejar que ésta -la vida- se vaya como el agua que corre por las manos, esperando que pase algo… ese placer, ese momento perfecto. ¿Qué placer?, ¿Qué momento?, ¿Dónde nos estamos perdiendo?, esperando y esperando que pase algo perfecto.
Acaba de terminar la Semana Santa, una semana de receso laboral. Creo que es la primera vez en muchos años que no hago un plan de esos de «placer perfecto». No tengo el recuerdo de haberme quedado aquí, en casa, por lo menos en los últimos diez años. Siempre fue viaje, paseo, aventura; que sí, que está muy bien, pero muy bien también está quedarse y disfrutar de esos pequeños placeres.
Levantarme más tarde de lo normal, así sea unos minutos… mirar el reloj -que no va a sonar-… escuchar el canto de los pájaros y el resto es silencio… sentir la textura de las sábanas en mi piel desnuda, entre abrir los ojos y descubrir aún el cuarto oscuro y sólo para mí… puedo cerrarlos otra vez, sonreír y disfrutar ese placer.
Salir de la cama en calzones y andar por el apartamento así… hacerme mi café y mirar por el ventanal las montañas y el cielo que me regala esta mañana y que yo decido disfrutar (sin importar que haya casas y hasta una fábrica de cemento cerca. Eso no lo veo, sólo lo bello). Entonces cierro los ojos y le doy gracias a Dios por la vida, por estar viva, por tener un hijo y una madre maravillosos, por gozar de ese momento. Eso es placer.
Ponerme la lycra, la camiseta y los tenis y salir a correr, y desde el momento en que estoy buscando mi gorra o el agua para salir, ya me invade una emoción que no puedo describir, pero que quienes corren con esta misma pasión la entienden. Y salgo y corro por caminos, montañas, paisajes, nubes, lluvia y luz. Corro y observo mi entorno y me recorre un inmenso placer de una hora, hora y media. Llego a casa con otra cara, con la cara de quien ha sido feliz un instante eterno.
Planear con mi hijo una caminata a la montaña, y llenarlo de expectativa y emoción por el recorrido (aunque él al principio no se muestre tan motivado). E irnos: mochila, agua y pasabocas. Conversar de todo y de nada, disfrutar los paisajes, trepar monte para coger moras silvestres, atravesar palos en la carretera, hacer carreras en las subidas, mirar con otros ojos las nubes, perdernos en el camino, asustarnos con algunos perros y otros querer adoptarlos, disfrutar de los planos de las montañas, embarrarnos los zapatos a propósito, recoger más y más moritas («mami, ¡podemos hacer jugo en la casa!»), buscar atajos y sin darnos cuenta recorrer 15 kilómetros. Sin celulares.
«Mami, gracias por traerme, me encantó el paseo».
Ese, ese es un pequeño e inmenso placer.
Salir de caminata con las amigas, cómplices e igual de locas. Divertirnos mientras caminamos, inventarnos juegos, atrevernos a hacer lo que nunca hacemos, hacer chistes, meternos a un río casi congelado, atravesar una cueva y ensuciarnos completamente, reír y reír y reír. Contemplar un paisaje inolvidable, de esos que no vuelven. Un momento de placer.
Pasar la tarde con ese ‘alguien’. Conversar, reírnos, hablar de bobadas y de cosas serias también. Aprender a estar juntos, a escucharnos, apoyarnos, a confiar. Comer poco y reír mucho, acostarnos entre piernados a ver tele, quedarnos dormidos. Mirarnos a los ojos, mirarlo… besar sus labios, acariciar su piel y dejarme abrazar, dejarme querer. Esa también es una mini dosis de placer.

Y así podría seguir escribiendo más y más de esos pequeños placeres que disfruto todos los días, y agradezco haberme encontrado ese texto para escribir sobre ello, porque esta semana -y esta vida-, de verdad, es una legión de pequeños placeres que me hacen muy pero muy feliz.
La invitación es, entonces, a abrir los ojos al mundo, a lo que se nos presenta cada mañana, cada día. Aprendamos a disfrutar genuinamente -y en pequeñas dosis, como dice Hesse-, para obtener sensaciones más duraderas de plenitud y satisfacción. Los pequeños placeres son como las estrellas fugaces, como los atardeceres, como el vuelo de un colibrí cerca nuestro: ahí está la respuesta. «Y los pequeños sacrificios que implica la moderación no pueden sino valer la pena».
Hola, querida hermana; espero que tú, Emilio y tu mamá se encuentren muy bien.
Anoche disfruté mucho leyendo tus más recientes entregas de La Pensadera: «De los Pequeños Placeres» y «El Mirador de los Sentidos».
«De los Pequeños Placeres» me gusta porque es como leer tu diario y recibir una lección sobre la importancia de valorar los «pequeños» momentos, episodios, aventuras, etc., que vivimos cada día.
A través del mirador de TUS sentidos lograste llevarme en un delicioso viaje a los bellos lugares y paisajes que recorriste con tus compañeros para llegar a la Peña de Tunjaque.
También leí un cuento corto (perdóname pero no recuerdo el título), cuyos protagonistas son tú y el mar; es muy bueno.
¡Me despido con un abrazo y un beso!
Tu hermano,
Diego
DIEGO ECHEVERRI GARRIDO
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