«Corre fuerte, corre largo y siempre corre con el corazón».
Scott Jurek
Dedicado a mis amigos de montaña Catalina, Jessie, Elías y José «Supermán».
Cada vez encuentro más difícil definir o expresar con palabras las emociones, sensaciones y sentimientos que me deja esta pasión por correr. Porque no es sólo salir y mover un pie detrás de otro, no.
Todo empieza desde que me inscribo a la carrera, en este caso la Chicamocha Canyon Race, reviso la página con la información, el calendario, etc; con Catalina reservamos el hotel donde nos vamos a quedar, con Andrés, mi amigo y Coach, revisamos una y otra vez la altimetría, los kilómetros que voy a hacer y comienzo los entrenamientos dirigidos hacia esa meta: la velocidad, el fortalecimiento, las cuestas, los fondos… diseñamos una estrategia de carrera (que cabe decir nunca cumplo, ejem), planeamos la alimentación y la hidratación… y se llega la semana previa y estoy muerta del susto, no quiero correr presionada, no quiero correr para ganar, me duele el estómago, tengo angustia existencial.
Andrés se ríe de mí porque sabe que ya me picó el demonio que me exige darlo todo, que aunque me queje disfruto como nadie la montaña y correr y exigirme. Pero, ¿En qué momento me metí yo en este zaperoco? ¡No tengo idea! La cosa es que es la adrenalina mejor invertida -o gastada- de todas.
Chicamocha Canyon Race
¿Y en qué se convierten esas sensaciones? ¿Cómo las vuelvo palabras para poder así contar lo que sentí al correr, cuando me encontré ante esas majestuosas montañas, ante semejantes paisajes, cielo, nubes, sol abrasador… el Cañón del Chicamocha en todo su esplendor?. Lo intentaré.
La primera sensación que me envolvió -como siempre- fueron las palabras que antes de una carrera Andrés tiene para mí, y que son como mi amuleto de poder. Esta vez fueron «Ve y disfruta de esas bellas montañas y haz lo que saber hacer tú cuando corres». Esa es como mi vitamina mental.
Así me concentré y comencé a disfrutar del camino, de mover los pies, de encontrar un ritmo. Y comencé a subir y el sol y la sed me debilitaron muy pronto, creo yo que más la mente que el cuerpo. No recuerdo cuándo fue la última vez que sentí tanto calor… pero apareció Elías, amigo de Trail Run Colombia, que me regaló una enorme sonrisa y me preguntó cómo iba… yo me iba muriendo, sentía que me iba a desmayar pero le dije que bien; nos tomamos una foto y eso me cargó de energía. Amigos que se cuidan, qué felicidad tenerlos. Por un momento olvidé que estaba subiendo 1.500 metros de desnivel positivo sin una sola sombra, sin un lugar donde resguardarse del sol.
Más adelante paré a tomar agua, a calmar mi cabeza que me tenía loca pensando que me iba a deshidratar, preguntándome muy enojada para qué me metí en estas carreras, cantando reguetones y canciones depresivas de Love of Lesbian… Paré y, en vez de mirar lo que me faltaba de montaña, miré lo que había subido y ví ese Cañón que es casi infinito, ví muy lejos de dónde venía, de Jordán; había subido como una cabra esa montaña y aún así el horizonte no se acababa, solo se veía borroso por la hora, pero eran planos y más planos de montañas.
Llegué al primer punto de hidratación, me tomé una botella de agua y la otra la dejé caer por mi cuerpo para recuperar agua por todos los poros… qué delicia, qué ironía de sensaciones encontradas. Seguí trotando ya con más ritmo -porque la subida fue casi que gateando- sobre un costado del camino buscando los pocos árboles que daban sombra, cuando ví una mariposa Morpho (las azules) que aleteaba como en cámara lenta. Estaba frente a mí. ¿Estaré delirando? aún hoy no lo sé, pero fue una recarga de energía ver ese movimiento tan sutil y tan tranquilo cuando tú llevas una respiración agitada, estás sudando, mirando el reloj, los kilómetros, el agua que queda… en ese momento paras, miras la mariposa, recuerdas a alguien que te hace sonreír y sigues con otra sensación en el cuerpo. Fue real.
La sensación de calor abrasador, de fuego en los pies -hinchados por el calor-, del sol quemándome los brazos se mezclaba intermitentemente con otras sensaciones más reconfortantes, como el cambio constante de paisaje: después de esa subida infernal del cañón tomamos un carreteable hasta Villanueva y luego nos metimos por un bosquecito muy verde y fresco donde se recuperó un poco la energía y la temperatura del cuerpo. Ya al acercarnos a Barichara el cañón se vuelve más verde y las montañas -custodiándonos todo el tiempo- son un regalo al esfuerzo de correr, a estar allí aún con energía para disfrutarlo y sobre todo para llegar.
Otra sensación entrañable es compartir con otros corredores durante algunos tramos, reírnos, darnos fuerzas unos a otros, revisar los kilometrajes de cada uno y que ninguno cuadre, o sea, no saber cuánto falta exactamente; contarnos experiencias de otras carreras y así dejar pasar el tiempo hasta ver Barichara a lo lejos… y llegar. Abrazarse con desconocidos que fueron amigos de camino es algo inolvidable, como lo es aún más cuando llegó Catalina, el corazón casi se me estalla de la emoción al abrazarla así, sudadas y polvorientas como estábamos, no importó, somos guerreras de la montaña, hemos vivido, padecido y amado el mismo camino. Y luego llegó Jessie y la misma emoción compartimos las tres.
El último recuerdo y de las mejores sensaciones que guardo de esta experiencia llegaron al día siguiente en la premiación. La camaradería de todos los corredores, amigos o conocidos, sin importar camisetas, clubes o ciudades, todos gozamos y vibramos con la misma emoción ver esos guerreros que se suben al podio, no por premios o medallas, sino por fuerza y voluntad, porque la montaña mostró quiénes son.
Volver a Bogotá con José «Supermán», Elías, Jessie y Cata fue un gran premio. Recordamos la carrera y lo que vivimos cada uno en ella, nos contamos historias, nos reímos un montón y hasta armamos una aventura ancestral e indígena para diciembre. No paramos, estamos todos igual de locos por las montañas, por correr. Gracias chicos por su compañía y su energía.
Como dice Kilian Jornet, la montaña te obliga a ser quien eres. Y para mí el Cañón del Chicamocha me mostró de qué estoy hecha, qué puedo lograr y a qué me puedo enfrentar cuando me lo propongo, cuando quiero, cuando amo, cuando corro con pasión.
Y mientras atravesábamos dos departamentos de vuelta, las montañas seguían allí, curiosas, con sus figuras sinuosas, como mujeres sugestivas. Yo miré por la ventana y me pregunté: ¿Cómo se llegará a aquella cima?, ¿Habrá camino para subir esa montaña?, ¿Cuánto se podría uno demorar en subir esas cuestas?… es como una emoción que brota de manera natural apenas los ojos hacen contacto con ellas -las montañas- y el corazón comienza a latir más rápido.
No cambio por nada mi vida de corredora y montañera. Soy feliz.