«No hay hombre valiente que nunca haya caminado cien kilómetros.
Si quieres saber quién eres, camina hasta que no haya nadie que sepa tu nombre.
Viajar nos pone en nuestro sitio, nos enseña más que ningún otro maestro,
es amargo como una medicina, cruel como un espejo. Un largo tramo de camino
te enseñará más sobre ti mismo que cien años de silenciosa introspección».
Patrick Rothfuss
Volver al mar siempre estuvo dentro de mis planes… arrancar en el Cantábrico, adentrarme a las montañas y volver al Atlántico era el sueño que mantuve vivo en el Camino. Santiago de Compostela era una primera parada, sí, que resultó más intensa y emotiva de lo esperado, pero el verdadero final del viaje estaba cuando llegara al mar nuevamente.
Después de quedarme un día en Santiago, retomé el camino rumbo a Fisterra o al Cabo Finisterre, como se conoce. Se trata de una extensión del Camino, siguiendo una milenaria tradición pagana de llegar al final de la tierra del mundo conocido en el siglo XV. En ese momento se creía que éste era el punto más occidental de Europa, así que representaba un significado muy especial. Para mí también. Caminar hasta Finisterre (Fin de la tierra) era caminar hasta que ya no tuviera dónde ir. En este punto, después de más de 850 kilómetros caminados, eso era lo que necesitaba, que me parara el mar, porque parecía que iba a seguir siendo peregrina por el resto de mi vida. Estaba feliz con esa, mi vida; no recordaba nada más, no recordaba ni extrañaba mi vida de antes. Estaba feliz, y sabía que sólo el mar me podía parar.
Fueron cuatro etapas increíbles, largas, fuertes, con lluvia. Fueron etapas nuevamente de soledad que me ayudaron a cerrar heridas que aún estaban abiertas, me ayudaron a desatar nudos y, como dije por ahí, a dejar todas las camas de mis habitaciones interiores tendidas.
Santiago – Negreira: 23 kilómetros
Me sentí como si fuera mi primera caminata; estaba tan emocionada de estas últimas etapas que caminé enamorada del Camino y en nada llegué al albergue. Hice un nuevo amigo, Aitor, español de Ourense (una población Gallega), pero lo bueno es que sólo nos encontrábamos en los albergues y parchábamos, pero caminando cada uno iba por su lado. Caminé sola, que la verdad lo necesitaba, lo añoraba.
Este primer día caminé pensativa, ensimismada. Llevaba un dolorcillo en el corazón que logré desatar y sanar con el paisaje. Fui feliz.
Negreira – Olveiroa: 33,6 kilómetros
Este día me pasó una cosa loquísima que aún hoy no entiendo. Salí como a las ocho de la mañana, de noche (qué necedad… no aprendo), lloviznando, pero ya estaba lista así que salí. El camino comenzó en un sendero de bosque muy cerrado, por ende súper oscuro. Yo solo llevaba la linterna del celular (o sea nada) y todo negro negro negro. En un momento levanté la luz al camino y veo un «ser»… como un venado pero muy muy blanco. No sé si por la luz o porque yo estaba medio pendiente de no caerme, de la lluvia, no sé… el caso es que me quedé paralizada al verlo y el «ser» también. Y de pronto saltó y se metió al bosque. Yo casi me hago pipí en ese momento. Creo que fue la única vez que pasé susto de verdad en el Camino, sobre todo pensando que a esa hora, en esa oscuridad y esa soledad, se me podía aparecer un bicho (llámese lobo, oso, zorro) y me podía comer.
Sé que suena chistoso, pero ese momento fue de sangre helada. Caminé lo más rápido que pude y recé por llegar pronto a la luz, a un pueblo, a lo que fuera. Y no volví a salir hasta ver la luz del sol.
En esta etapa me tocó ver los incendios forestales que azotaron Portugal y Galicia en esta época. Fue muy duro e impactante ver toda la montaña quemada, y el olor… fuerte.
Olveiroa – Muxia: 32 kilómetros
Esta etapa me llovió todo el camino. Todo. O sea, unas siete horas. Me emparamé y llegué a Muxia enferma, como agripada, helada, mojada hasta los calzones. No salí sino a comer y me acosté y dormí toda la tarde. Aitor me invitó a conocer una iglesia muy linda que había, pero yo no era persona. Creo que estaba terminando de sanar algo interno y necesitaba estar en la camita, nada más. Un señor alemán que estaba en la litera del lado me regaló un té y la famosa pomada de tigre para destapar la nariz. Divino.
Pero lo mejor fue el reencuentro con el mar… cuando lo vi otra vez se me aguó el ojo y todo. Fue como entrar un hijo, esa fue la sensación, como volver a ver a alguien muy muy amado.
Muxia – Fisterra – Cabo Finisterre: 35 kilómetros
Última etapa, ahora sí de verdad. Comenzó a llover como a las nueve de mañana y llovió casi hasta llegar. Muy tapado, mucho frío. A los trece kilómetros apareció el primer bar, entré y estaba calientito. Pedí tostadas con mermelada. Me encontré a Aitor pero él salió primero. Me sequé, me calenté un poco y volví a salir.
Caminaba en la lluvia pero estaba feliz, con esa emoción de llegar y ver Fisterra -el pueblo- y subir al Cabo. Quería subir y hacer mi ofrenda al mar, ya lo tenía planeado.
Llegué al albergue como a la una de la tarde y me encontré con dos chicas españolas que conocí en Olveiroa, y sin bañarme ni nada, sólo dejando la maleta, subimos al Faro porque había dejado de llover. Lo malo fue que no abrió el cielo y toda la subida (tres kilómetros) estuvo tapada, cerrado el cielo.
Fue increíble llegar e imaginarse el mar. ¡No lo veía! ¡En serio! Se oía pero no se veía. Fue muy muy loco ese momento, como si fuéramos ciegas o tuviéramos un filtro en los ojos. Pero si algo he aprendido del Camino (y de Dani) es a recibir todo con gratitud; esto era lo que había HOY para mí, y era hermoso. La montaña, los árboles, la neblina, intuir el mar ahí cerca junto con el viento, lo disfruté un montón. Pensé en ese momento en que uno está con alguien que quiere mucho, que le gusta mucho y se acerca, y cierra los ojos, y lo intuye ahí, cerquita, sólo por la respiración; ojos cerrados y se intuyen los labios, el deseo, pero no se toca, no se roza. Me encantó recordar esa sensación con un amante tan especial como lo es el mar. Prometí volver a la mañana siguiente, necesitaba ver y hablarle al mar.
Fisterra – Cabo Finisterre: 7 kilómetros
Subí apenas amanecía. Era otro cielo, era otro lugar. No podía reconocer lo de ayer en lo que hoy me regalaba el Camino. Subí con la mochila, completica como comencé mi viaje. Estaba llena de emoción, de gozo infinito.
Como era temprano casi no había nadie. Me senté al lado del faro y escribí algo que dejé como ofrenda al mar junto con mis pulseras. Lo necesitaba, necesitaba liberar mi alma, dejar allí lo que yo sabía que había llevado hasta allí pero que se tenía que quedar para sanarme. Me senté y me quedé ahí minutos eternos, no sé ni cuántos.
Me puse a llorar. Me sentía vacía y a la vez tan completa… el Camino se había acabado, solo el fin de la tierra había podido detenerme. Ni los dolores de tibial, ni las ampollas, ni el clima. Mi meta era llegar… y llegué.
Me demostré a mí misma de lo que era capaz, de lo que estaba hecha por dentro y por fuera. Me sentí orgullosa de mí, de haberlo logrado íntegra: física, mental y espiritualmente, cada vez más conectada conmigo misma, entendiendo el poder de mis pies. La fuerza de avanzar y avanzar cada día fue solo mía, SOLO MÍA.
Entendiendo el poder de mi cuerpo en muchos niveles, de mi energía. Entendiendo lo maravillosa que soy como madre, como hija, como amiga y compañera, como ejemplo para otras mujeres, para que se den cuenta de lo fuertes que son o pueden ser.
Entendiendo las preguntas que tenía, que siempre tuve, porque también siempre tuve las respuestas, pero necesitaba el Camino para responderlas. Necesitaba que pasara todo exactamente como pasó: perfecto. Necesitaba ese espacio-vacío, ese caminar-meditar para re-descubrirlo todo, para vaciarme, silenciarme, escucharme, conectarme y amarme.
Entendiendo las señales que estuvieron ahí todo el tiempo, en todas partes. Flechas, paisajes, el clima, amaneceres, dolores, conversaciones, personas, peregrinos, recuerdos, lágrimas. Todo fueron señales que pude ver y me hicieron entender algo. Y crecer.
Al otro día tomé el tren de regreso a Barcelona.
Qué chistosa la historia del bicho que te podía comer. Me reí en voz alta y todo.