Ir por nuestros sueños no debería ser lo extraño ni parecer valiente. Ir por nuestros sueños debe ser lo inevitable, lo necesario, el camino más seguro para agradecer la suerte de Estar Vivos.
La Pandilla Atómica con el Nevado del Tolima detrás.
Algunos de ustedes oyeron hablar de esta travesía y otros habrán visto los videos o las publicacionesque hicimos en su momento. Hoy les traigo un capítulo que no fue narrado lo suficiente y que cambió -por segunda vez- el curso de esta aventura.
Espero puedas escuchar el podcast, ya que es una historia narrada desde la amistad, la perseverancia y por supuesto, desde el amor a los amigos y a la montaña. Y a la Vida. Y está dedicada a todos y cada uno de los que hicieron parte de esta travesía.
Decidí no transcribir el podcast, sino solo dejarles las fotos que apoyan visualmente la narración de ese momento.
Aquí íbamos saliendo del Valle del Placer, mientras se cerraba la montaña
El cambuche improvisado
Dani dentro del cambuche
Acurrucados esperando que pase la tormenta
El momento de la verdad: salir a recoger todo y volver
Mejor reírse que llorar. Cuando Dani tomó la decisión de volver.
La travesía
Aprovecho para dejar algunos datos que fueron muy interesantes de esta increíble aventura que hicimos con la Pandilla Atómica (Dani, Samuel, Sebastián y yo) junto con Juan Dual.
Ocho meses de planeación
Una camioneta y cuatro bicicletas de ruta
Diez morrales con equipo de acampada y alta montaña, (casco, arnés, piolets y crampones), equipo de bici y trail running.
Siete hospedajes entre hostales, hoteles y apartamentos, sin contar las noches de carpa.
Ciento diez desayunos, almuerzos y cenas.
Cuarenta raciones militares, sesenta panes y ciento cincuenta litros de agua y agua de panela.
8.100 kms. en avión de Madrid a Bogotá
1.198 kms. en carro con 18 peajes y 6 tanqueadas.
112 kms. en buses interdepartamentales e intermunicipales.
¡Hola!. Aquí está un nuevo episodio de Relatos Sonoros de la Montaña, y luego encontrarás el texto completo con algunas fotos de la historia. Espero lo disfrutes.
Este episodio hace parte de un diario que escribí cuando en 2017 hice el Camino de Santiago de Compostela. De aquellos días, en los que caminaba sola, 20 o 30 kilómetros por la costa norte de España, tengo grandes y profundos recuerdos, y hoy quiero compartir con ustedes la etapa que fue llegar a Finisterra, el epílogo del Camino.
Este relato va dedicado a los amigos peregrinos que conocí y que hicieron más llevaderas algunas de las etapas: A Dani, mi avanzadilla tarahumara, a Carlos y Stéfano, que me acompañaron en el Camino del Norte, y a Víctor y Vicente, la otra familia del Camino Primitivo. A todos aún los llevo en mi corazón.
“El Camino no va a Santiago… el Camino va al interior de uno mismo, que es más difícil que llegar a Santiago”.
Anónimo
Muxía, España 20 de octubre de 2017
Salí casi la última del albergue municipal, como a las 8 de la mañana. Aún es de noche, pero por lo menos no llueve. Estas últimas etapas, desde que dejé Santiago de Compostela, han sido todas pasadas por agua… lo bueno es que apagan los incendios que ha habido en Galicia por semanas y que ha sido terrible ver durante el camino.
Unos kilómetros adelante alcanzo a ver la salida del sol punteando en una playa muy linda. Todo está callado y tranquilo. Hay muy pocas casas por el sendero y todas aún están durmiendo. Las señales del Camino están muy bien marcadas, o tal vez es mi ojo que ya se acostumbró a buscarlas, o mi cuerpo que sabe hacia dónde ir.
De pronto el camino deja de ser llano y comienzo a subir una montaña por un sendero de piedra muy angosto, y al llegar a esa primera cima se me aparece un cielo precioso, despejado, con esos colores anaranjados que tanto me han enamorado del norte de España en todo este tiempo que llevo caminando. El aire de la mañana está cargado de cantos de pájaros y una brisa suave que parece traerá lluvia.
El amanecer…
Es como si la hubiera llamado… comienza a llover, otra vez a llover. Entonces aprieto el paso para encontrar dónde refugiarme y desayunar, no he comido nada desde ayer a las 5 de la tarde y sólo llevo una barrita de cereal que me toca comérmela bajo la lluvia.
Por fin aparece un pueblo: Lires, con un bar abierto. Entro emparamada y congelada y al primero que veo sentado es a Aitor, un peregrino que conocí hace dos días. Nos saludamos pero él ya va de salida, así que yo me quedo sola y pido unas tostadas con mermelada y café a ver si me entra algo de calor en el cuerpo.
Como el bar está calentito, decido quedarme un rato más esperando a secarme y calentarme un poco, y claro, esperando a ver si el tiempo cambia y escampa, pero no tiene mucha pinta, así que nuevamente me pongo el impermeable y salgo. Ese es el Camino, como la vida: hay días de sol, otros nublados, otros de mucha lluvia.
Las señales…
Sigo caminando, un pie delante del otro y reflexiono: la verdad es que la lluvia no me molesta, me gusta pensar que es como un baño para el alma, un humedecer la piel y el corazón para lavar aquello que todavía no se ha ido y seguramente -solo yo lo sé- hay algo o alguien que aún no limpio de mi cuerpo y mi corazón. Así que la recibo con gratitud, por algo está ahí. Levanto la mirada al cielo y dejo que entre por el cuello y enfríe mi pecho y mi espalda. Quiero que limpie, que sane, que borre, que olvide.
Cuando llevo 20 kilómetros deja de llover y el camino se hace más lindo. Voy sorteando casitas rurales de piedra, bosques a lado y lado del sendero, ríos crecidos por las lluvias de los últimos días, sembrados, vacas, ovejas, muy poca gente y también pocos peregrinos. Todo tiene su encanto.
De pronto veo la señal que dice “Fisterra 3 kilómetros”. La emoción no me cabe en el cuerpo, comienzo a caminar más rápido, estoy a poco de llegar a mí último destino: Fisterra, el fin del camino, el fin de la tierra.
Llegar al albergue municipal, desde Muxía, me tomó 28 kilómetros y cinco horas. Nada más entrar me encuentro con Ruth y Laura, dos chichas que conocí en Olveiroa, y que me convidan a subir de una al Faro, el faro de Fisterra, así que dejo mi mochila en el albergue y salgo con ellas de inmediato, mojada como iba, pero igual, en cualquier momento puede volver a llover.
Salimos por la orilla de la carretera que llega al faro, por un andén que separa la vía de los carros de la de los peregrinos o viajeros en general. El paisaje es impactante porque no se ve nada, hay una neblina muy baja por todas partes. No puedo ver o entender el camino. Sólo intuyo que la montaña está a mi derecha y al mar lo escucho a mi izquierda.
Vamos subiendo una cuesta. Es un trayecto de cuatro kilómetros hasta que llegamos al mojón, a la piedra que tiene escrito: “Kilómetro 0”.
El mojón
Es decir… éste es el inicio… o el fin de todo. Y he llegado. Respiro profundo, el aire no me cabe en el cuerpo, estoy muy emocionada.
Me separo de las chicas y voy a buscar el faro que está un poco más adelante. Es una estructura metálica muy alta, asentada en una base de cemento. Saco mi ofrenda, que he preparado para este momento, y la amarro en aquel faro. La miro… allí está representada una parte de mi viaje y sobre todo una intención, una sanación. Y allí se queda, en el fin de la tierra.
No se ve nada. La neblina se ha engullido el mar, la montaña, hasta la punta del faro ha desaparecido. Entonces me siento en una piedrita con mi mochila, mi cuaderno -mis pies- y yo, y me pongo a escuchar el rumor de las olas que pegan contra las rocas en algún lugar no muy lejano de allí y pienso: si algo aprendí en este viaje fue a recibir todo con gratitud. Esto es lo que hay hoy para mí. Hoy, así, fue hermoso.
El faro
La montaña y los árboles perdidos en la niebla, las rocas mimetizadas con el blanco del cielo, intuir un mar que anhelaba ver, escuchar el viento murmurar… caracola… llegaste, ya puedes regresar.
«Ahí» estaba el mar
Comienzo mi descenso. Ahora bajo sola, con el mar a la derecha y la montaña acariciándome la piel a la izquierda. Y lloro. Me siento vacía y triste porque el Camino se me acabó, solo el fin de la tierra pudo detenerme.
Pero también me siento completa y feliz de haber llegado, de haberme demostrado a mí misma de lo que soy capaz, de entender de qué estoy hecha por dentro y por fuera; cada vez más conectada conmigo misma, entendiendo el poder de mis pies y la fuerza de mi mente para avanzar día tras día, a pesar del clima, el terreno o la altura, de la etapa de cada día, cansada o no seguí y seguí. Y no solo hasta Santiago de Compostela, sino hasta el Fin de la Tierra.
Mis pies, 950 kms después
Atrás quedaron las señales que estuvieron por todas partes. Desde las flechas amarillas o las conchas que trazaban el camino y que podían estar ubicadas en cualquier lugar del monte, la playa, la carretera o la ciudad, hasta los paisajes, el clima, los amaneceres, los dolores, las conversaciones. Personas, peregrinos, recuerdos, dolor, risa, llanto. Todo fueron señales y todas me hicieron entender algo. Y crecer.
Termino treinta y siete días después con todas las camas de mis habitaciones internas tendidas. Todo el poder estuvo dentro de mí: físico, mental y espiritual. Y eso, a partir de hoy, cambia toda mi vida, como cambió al mundo descubrir que la tierra no acababa aquí.
La bella ilustración es de Dani Caribe Atómico
Desde el descubrimiento de la tumba del Apóstol Santiago en Compostela en el siglo IX, el Camino de Santiago se convirtió en la más importante ruta de peregrinación de la Europa medieval hacia España. Hoy en día lo sigue siendo, desde todas partes del mundo, pero las motivaciones para hacer este recorrido en sus más de diez ramas o caminos diferentes, son tan diversas como quienes los hacen: católicos creyentes, deportistas, caminantes, turistas, parejas, grupos de amigos; a pie, en bicicleta y hasta a caballo se pueden realizar las diferentes etapas del Camino de Santiago.
Mi recorrido comenzó en el Camino del Norte, partiendo de Irún (frontera con Francia) sorteando las hermosas montañas del país vasco y después bordeando el mar Cantábrico hasta llegar a Gijón donde conecté con el Camino Primitivo y me adentré a los bellos parajes de Galicia hasta llegar a Santiago de Compostela. Como epílogo me fui hasta Fisterra, antiguamente el punto más occidental de la tierra, donde se pensaba acababa el mundo. De ahí viene este relato.
Este fue el último sello de mi pasaporte del Camino
Espero que te haya gustado este episodio y que lo compartas con amigos y familiares, por redes o por donde quieras. Cada historia tiene una intención, pero sobre todo mucho amor.
Hola. ¡Qué felicidad traerte un nuevo episodio! Si no lo has escuchado, aquí te lo dejo, antes de que leas el texto y veas las fotos de esta maravillosa travesía.
Escucha el episodio 2
"Hay lugares o paisajes que nos transportan a otros lugares y otros paisajes, porque la belleza es una combinación de espacios, luz y bellos recuerdos".
Guasca. Reserva Natural El Zoque Domingo 15 de marzo de 2020
Hoy es nuestra segunda salida de EstoyVivo, y la mezcla de emociones es lo más parecido a un gran y torrentoso río haciendo su entrada al vasto mar. El enorme y tormentoso río en este caso se llama “emoción”, esa que estamos sintiendo al hacer nuestra segunda travesía de un día con 14 personas a la montaña, todas igual de emocionadas que nosotros. El vasto mar se llama Covid19, una nueva y rara enfermedad que comienza a tomarse el mundo a punta de contagios, que ya llegó a Colombia y casi contagia nuestra salida: a tres personas debimos decirles que no vinieran, por contactos directos con viajeros recientes a Francia, y dos más cancelaron por su voluntad y el miedo de un posible contagio. Sí, parece que esto es lo que más contagia el Covid, miedo. Un miedo que aún hoy, ciento y tantos días después, nos persigue y no nos permite salir de casa.
Pero volvamos a ese maravilloso y último día en la montaña.
Estamos en la cabañita de El Zoque, una hermosa reserva natural enclavada en el páramo de Guasca, desde donde saldremos en una travesía que hemos llamamos: Cuidar, no hay planeta B.
Salimos de Bogotá esta mañana con las primeras luces del amanecer, y recogimos a todo nuestro grupo a tiempo, hicimos un recorrido silencioso y abrigado en el bus hasta llegar a la reserva, donde estamos tomando el desayuno: una deliciosa agua de panela con queso, almojábanas, pan rollito y fruta.
Después de que Dani da algunas recomendaciones de seguridad propias de una caminata al aire libre y movemos un poco el cuerpo para calentarlo, comenzamos nuestra travesía, no sin antes pedir permiso a la montaña, y con este permiso, también escoger esa palabra, ese mantra que a cada uno de nosotros nos llevará activos y despiertos durante todo el recorrido.
Nuestra aventura comienza por un sendero angosto y espeso de vegetación, por lo cual caminamos mucho tiempo en fila india, uno detrás del otro. Se nota que ha llovido durante la semana y de hecho, comienza a caer una breve brizna, esa lluvia que parece esparcida desde muy lejos y que solo alcanza a humedecer nuestras pestañas.
Mientras nos alejamos de la vía principal por el pequeño sendero, comenzamos a notar muy sutilmente los sonidos de la naturaleza. Atrás quedan los ruidos de la carretera, ahora comenzamos a escuchar nuestras pisadas… el viento que baila en los arbustos… el canto de algunas aves… el hilo musical de una quebrada a lo lejos… y la charla desprevenida de los caminantes… Vamos suave, vamos en ascenso y estamos sobre los tres mil metros de altura. El grupo es muy diverso, pero le hemos prometido a todos que iremos siempre juntos, es parte fundamental de nuestras travesías.
El sendero combina vegetación baja de musgos y líquenes, bromelias, chusques y helechos, con árboles y arbustos como el mano de oso, la uva camaronera, el cucharo, el sietecueros y el encenillo, sin contar con una enorme cantidad de orquídeas y otras flores propias de los páramos como el zarcillejo, la cascabel, el siphocampylus, el clavelino, variedad de romeros y los lupinus. ¡Ah! y barro, mucho barro. Afortunadamente todos traemos nuestras botas de caucho, lo cual nos permite disfrutar tranquilamente del recorrido, que unos metros más adelante se descubre por un enorme deslizamiento de tierra que hubo meses atrás.
Mardoqueo, nuestro guía local, campesino de pura cepa y de toda la vida en estas tierras nos cuenta la historia, la cual Dani aprovecha para compararla con la vida misma, con esas heridas que nos quedan o que llevamos, con una enfermedad o una tristeza, y cómo podemos sobreponernos a ellas si cuidamos nuestro cuerpo y nuestra mente, como debemos cuidar también esta tierra.
Nos volvemos a internar por un bosquecito hasta llegar a la quebrada El Uval, pasamos al otro lado de ésta y seguimos en ascenso por una trocha ya más abierta, que nos permite disfrutar del paisaje a lado y lado de todas las montañas que nos rodean. Un poco más adelante paramos a merendar: les hemos traído a nuestros caminantes una mezcla de nueces y semillas para tener energía en esta hermosa mañana que cada vez abre más y nos deja ver el cielo azul tan esquivo en el páramo.
A partir de allí comenzamos a caminar por entre el río, las piedras son enormes y el agua cristalina y helada; todos queremos tocarla y beber de ella, pues viene pura y sagrada del mismo páramo.
Seguimos ascendiendo y nuestro paisaje cambia, ya que ahora vamos por el cañón del río con sus hermosas paredes de vegetación húmeda y colorida. Es una caminata entretenida, pero que necesita de toda nuestra atención para saber dónde ponemos los pies, qué piedras pisamos, cómo nos equilibramos y dónde apoyamos las manos.
Pasamos al lado de un pequeño valle húmedo, donde el suelo parece un extenso tapete de musgos y las rocas están cubiertas por los tonos más vivos de los líquenes.
Caminamos suave, caminamos lento. De pronto, encima de nuestras cabezas vemos aparecer una estructura antigua, como un puente, como un acueducto romano. ¿Qué puede ser? se preguntan todos. Esperamos a que se reúna el grupo, tomen aire, hacemos un círculo y Mardoqueo nos cuenta.
Hacia los años 80, lo antiguos dueños de estas tierras, hicieron un reservorio de agua para su finca, construyendo un muro de contención muy grande. Años después, en 1994, por el tiempo y el deterioro la represa cedió y se desplomó, causando una enorme avalancha que arrasó con todo lo que había a su paso. Ahora, la naturaleza ha ido recuperando lo suyo: de las ruinas de la presa solo queda un paso que parece un puente, mientras debajo de él corre el agua libremente.
Al darnos la vuelta nos encontramos con el origen de la quebrada, un humedal al que le sigue un espejo de agua, una laguna que al igual que todas las que reposan en estas montañas, seguro guardan más historias, leyendas y misterios de cientos de años atrás.
Nos quedamos un rato tomando fotos y algunos nos atrevemos a pasar por encima del famoso puente, con un poco de miedo -eso sí- por el viento que se precipita hacia el cañón de la quebrada y que pareciera que nos hace perder el equilibrio, pero las vistas, sumado a la adrenalina del paso, hacen que valga la pena.
En este punto comenzamos nuestro descenso, por otro hermoso sendero y otra montaña que nos lleva por un jardín de frailejones, puyas y estrellitas de páramo, cuyo nombre científico es “Paepalanthus alpinus”. De pronto, se nos abre el paisaje azul y verde hacia el valle de Guatavita, a la laguna de Tominé y sus bellos alrededores que parecen una alfombra con todas las tonalidades del color verde.
El último tramo del camino necesita de toda nuestra atención y nuestras cuatro extremidades. Es una bajada angosta y sobre todo empinada, por lo que toca agarrarse o aferrarse, lo mejor que se pueda, de la cuerda que se ha dispuesto a un lado de la trocha para no resbalar, y de cualquier raíz o tronco medio grueso que nos ayude a hacer apoyo.
Después de algunos resbalones y estiradas de pierna que parecen no ser posibles, llegamos nuevamente a la quebrada El Uval. El puente de madera nos sirve para hacernos algunas fotos y limpiar el barro que traemos en las botas, las manos o las chaquetas impermeables.
Nuestro recorrido termina en un hermoso mirador, desde donde podemos ver el cañón de la montaña por el que subimos, así como el inmenso valle de Guasca y Guatavita. Sólo tenemos gratitud por haber podido venir hasta acá, con este grupo maravilloso de personas que se dieron a la tarea de disfrutar al máximo de los regalos de la montaña: la llovizna de la mañana, la neblina, el frío, la humedad, el agua, el desnivel, los paisajes, las historias y la buena compañía. Es la mejor manera de celebrar que estamos vivos y, sin saberlo, cerrar un episodio de Relatos sonoros de la Montaña.
FIN
Espero que te haya gustado este nuevo episodio de Relatos Sonoros de la Montaña. Recuerda seguirlo en la plataforma de Podcast donde lo escuches, para que te lleguen todos los episodios y porfa, compártelo o recomiéndalo por redes sociales y con amigos para que cada vez tenga mayor difusión. Es un regalo para cualquiera tener un momento de ir a la montaña, ¿no crees?.
Gracias… y nos escuchamos pronto.
La bella ilustración de este episodio es de Dani Caribe Atómico (y esa soy yo 🙂 )
«El amor auténtico debería fundarse en el reconocimiento recíproco de dos libertades; cada uno de los amantes se probaría entonces como sí mismo y como el otro; ninguno abdicaría su trascendencia, ninguno se mutilaría; ambos desvelarían juntos en el mundo valores y fines».
Simone de Beauvoir
Esta mañana salí a correr. Me fui a grabar paisajes sonoros -mi nuevo pasatiempo favorito- y a re-descubrir una ruta que me recordó alguien a quien quiero mucho y que espero verle ahí el próximo domingo.
Corrí sola, como siempre o casi siempre, como corro cuando no estoy con el Atómico. Como corría antes del Atómico. Voy conmigo y mis pensamientos que ya -créanme- son muchos pasajeros.
Los sonidos propios del amanecer en la montaña me traían absorta, extasiada, cada vez que me adentraba al sendero estrecho, escuchaba más nítido el canto de los pájaros, sus juegos y aleteos en los arbustos, alguna vaca llamando a su ternero desde lejos, una gallina avisando que ya estaba listo el huevo, un gallo trasnochado cantando sus penas junto a las mías.
Entonces pensé en el poder reparador, pero también en las consecuencias insondables que trae la libertad (y la soledad), sobre todo para las mujeres, y recordé un episodio del podcast Mujer Vestida, de Vanessa Rosales, que se llama «Mujeres solitarias» y habla precisamente del costo tan alto que «pagamos» las mujeres al no querer encajar en los formatos preestablecidos por una sociedad (sí, lo tengo que decir: patriarcal), donde una mujer no debe pensarse sin un hombre que la avale, apoye, aconseje, guíe, mantenga y contenga, y otros muchos etcéteras.
Pero me estoy yendo por otro lado, perdón. En general vivimos en una cultura que no se ocupa de cultivar la soledad como un tipo de libertad: todo el tiempo nos están vendiendo y metiendo por los ojos parejas, familias, amigos. Entonces, quien rompa este paradigma de la ‘vida feliz’, comienza a ser sospechoso, o sospechosa, porque si es mujer/sola pues trae otras implicaciones relacionadas con lo que dije anteriormente, y se termina relacionando con el fracaso amoroso, el abandono, el rechazo masculino y, mejor aún, con la neurosis, la histeria o la locura. ¡Ay! ¡Qué dicha estar loca!
Recuerdo una jefa que tuve por allá en 2002, que aún sigue siendo mi amiga y a quien admiro profundamente, y una se las razones de esa admiración es precisamente eso: su libertad/soledad. Haber logrado construir su propio espacio, físico y emocional, sin decir con esto que no haya tenido amigas, amigos o amantes, no. No está relacionado con eso: está relacionado con el hecho de mantener una «habitación propia», como lo diría más bellamente Virginia Woolf. Me refiero al hecho de haber pasado esa barrera de los 30 y los 40 sin casarse ni tener hijos… en una sociedad que le exige soterradamente a la mujer buscar pareja para ‘ser alguien’ y procrearse para ‘dejar un legado’. Créanme, ella lo ha dejado siendo ella.
Entonces pienso en por qué me gusta vivir en La Calera, por qué me gusta correr o montar bicicleta, por qué me sueño en las montañas, por qué me gusta leer o escribir… porque todas son actividades que se pueden realizar en solitario, que me alejan del ruido citadino y humano, y me dejar sentir a gusto conmigo misma: libre.
Ojo. Con esto no estoy diciendo que no disfrute de entrañables, amorosas y necesarias compañías como las de mi hijo, mi pareja, mi familia o mis amigos, no. Una cosa no quita la otra. Disfruto los quince días que paso con mi hijo, le dedico todo mi tiempo y le doy todo mi amor, todo el que humanamente me es posible. Pero luego, cuando se va con su padre, estoy quince días feliz a solas con mis silencios, con la cama a medio hacer, la cocina a medio arreglar, leyendo dos o tres libros a la vez y escribiendo en tres o cuatro cuadernos diferentes notas y pensamientos que solo escucho cuando tengo esa libertad/soledad.
Disfruto días y noches al lado de mi amado: disfruto de su amistad, de la complicidad que hay entre los dos, de su risa embriagadora, de su abrazo y de su abrigo. Pero luego, cuando vuelve a su casa, me reencuentro con mi propia paz y mi querida soledad, con un sentimiento de extrañarlo y a la vez quererlo allá, donde sea que está.
Mi casa es, como me lo dijo alguien muy cercano, mi templo sagrado. Sí, y no me siento mal por ello, ni me hace falta justificarlo o cambiarlo. Mi hogar está al lado de la ventana desde donde puedo ver la montaña, escribir, soñar, pensar y ahora hacer un podcast. Y también llorar. Es mi cuna y mi refugio y me siento agradecida y bendecida por tener este espacio.
La soledad no me incomoda. La libertad la necesito. Tu amor lo llevo conmigo.
Ser libre es querer la libertad de los demás.
Simone de Beauvoir
Escritos en desorden sobre asuntos fundamentales del mes de agosto.
Hola, espero que hayas tenido la oportunidad de escuchar el primer episodio del podcast. Está en casi todas las plataformas de Podcast y si no, aquí te lo dejo también para que lo escuches con calma.
Ahora, ya sabes mis motivaciones para haber comenzado este proyecto: salir de casa y caminar, esta vez con el corazón y los paisajes sonoros, por esa montaña (esas montañas) que tanto quiero y que tantas historias me han regalado, como ésta que quise contar para el primer episodio.
A pesar de meterme en mi armario a grabar, los relatos me transportan -y espero que a ti también- a otro lugar, en este caso, al Parque Nacional Natural Chingaza.
Estoy frente a ti -montaña- para celebrar tu vida y la mía. Estoy aquí pidiendo tu permiso para entrar, para descubrirte, amarte y cuidarte Recibo tu energía y tu amor y la comparto con quien me acompaña. A partir de ahora mi cuerpo es tierra, mi sangre es agua, mi aliento es aire y mi espíritu es fuego.
Parque Nacional Natural Chingaza. Refugio de Monterredondo 31 de diciembre de 2017
Llevamos dos días en el parque. Hemos recorrido algunos senderos, descubriendo lo que hay más allá de la mirada, más allá de lo que crees que ves. Dani está estrenando su cámara de fotos y sus mejores modelos han sido los venados de cola blanca y algunas aves que ha podido capturar al vuelo.
Esta mañana nos levantamos temprano, con el alboroto matutino que montan las aves hacia las cinco, cinco y media, y nos quedamos ahí, en la carpa, arrunchaditos, escuchándolas, intentando descubrir los diferentes cantos, pero como no somos buenos en esas lides, nos quedamos dormidos un par de horas.
A las siete y media quedamos de vernos con Emilse, una de las guía del parque, pero en el desayuno nos informa que debe volver al municipio de La Calera y no podrá acompañarnos, así que escuchamos sus indicaciones y salimos en la camioneta rumbo a nuestro destino de hoy, la Laguna de Chingaza.
El primer tramo del camino lo hacemos en la camioneta, lo cual no impide que igualmente sea un trayecto muy bello: los paisajes son vastos e imponentes, los planos de las montañas nos sorprenden en cada curva que da la sinuosa carretera destapada, así como los curiosos venados que nos encontramos a lado y lado del camino, un poco más tímidos que los del refugio.
Paramos infinidad de veces a maravillarnos con el paisaje… estas montañas, su soledad, su inmensidad nos sobrecogen y nos hacen venerar el lugar, tal y como lo hicieron en su momento nuestros sabios antepasados.
Cómo no estremecerse con el poder de la infinita tierra alejada de la mano del hombre, con su hermosa y única vegetación de frailejones, chusques, mortiños, encenillos; colchones de musgos y líquenes trepadores, cascadas que brotan de la nada… todo parece extenderse hasta perderse la vista en la lejanía, con el silencio ensordecedor que trae el murmullo del viento y la neblina que pasa dejando un velo de misterio entre nosotros y el camino.
Ahí estamos parados, maravillados con el más bello retrato natural que existe: la infinidad de las montañas. Y allí nos quedamos una vida entera dejando que el mundo siga y nos penetre por todos los sentidos.
Pasados unos kilómetros dejamos el carro a la orilla de la carretera y nos preparamos para comenzar nuestro viaje a pie, pero antes le pedimos permiso a la montaña, para que nos reciba con amor y nos permita disfrutar de todo lo que ella quiera regalarnos.
El camino es cerrado y tupido, lo que demuestra gratamente la poca presencia humana por aquí.
Unos 800 metros más adelante el túnel verde por el que venimos se abre y encontramos un descampado por donde podemos acercarnos a la laguna. Es la laguna de Chingaza, santuario para los indígenas que poblaron estas tierras, donde se realizaron peregrinaciones, festejos y ofrendas. Nosotros también traemos la nuestra: días atrás, en casa, tejí dos pulseras trenzadas en yute como símbolo de nuestra unión, amor, amistad, gratitud y vida juntos.
A la izquierda vamos viendo y rodeando la laguna, siguiendo las indicaciones que nos dio Emilse y la buena señalización del sendero.
Nos acercamos a la orilla por una playa de pequeñas piedras. En silencio escuchamos el viento, el agua, la montaña, el presente que nos dibuja en un retrato que se quedará guardado en nuestra memoria. Nos quitamos las pulseras, las anudamos juntas y las dejamos en el agua… en silencio, cada uno agradece a la madre tierra y pide con devoción algo para el nuevo año que nos espera mañana. Las pulseras desaparecen, rápidamente se vuelven parte de la naturaleza.
Nos sentamos un rato en las piedras a contemplar este cuadro fantástico, imposible de pintar o retratar, y detallamos el color del agua, su reflejo plateado por el cielo que está nublado, el delineado borde de la laguna que nos hace notar su grandeza, los picos que salen de las montañas de donde viene un hilo del río que llena la alguna. Los pececillos que entran por allí en una corriente rápida y helada, cuántos peces.
Comenzamos a caminar por la orilla del río, tratando de identificar los peces que lleva, cuando de pronto Dani alza la mirada y dice entre susurro y falta de aliento: el oso.
Ahí está, es un pequeño gran osezno, muy negro. Está a unos quince metros de nosotros, en el mismo llano pero con un pastizal alto que lo protege. Se alza en sus dos patas traseras para buscarnos y mirarnos… mueve su hocico de forma extraña, lo cual nos hace pensar que nos está oliendo, intrigado por saber quiénes somos, o qué somos. Nosotros, mientras tanto, nos hemos quedado estáticas, como en una película en pausa.
Muy lentamente Dani saca la cámara para tratar de hacerle algunas fotos. El oso no avanza pero tampoco retrocede, sigue muy curioso parándose en sus patas para no perdernos de vista, y cuando se agacha retrocede y mira para atrás, tal vez esperando ver a su madre, tal vez buscando un lugar seguro. Nosotros seguimos en el mismo sitio sin movernos, el oso está más cerca de los arbustos, de la montaña, de donde vino. Poco a poco comienza a echarse para atrás hasta que se da la vuelta y se pierde en el monte cerrado.
Apenas en ese momento nosotros volvemos a respirar, o así nos los parece. Nos miramos sin estar seguros de lo que acabamos de ver, nos acercamos y nos damos un beso. Es quizás el momento más bello para cerrar el año, es el regalo de Chingaza, de la tierra, de la vida entera.
Desde aquel día el oso andino, también llamado oso de anteojos, es como nuestro amuleto. Siempre está presente en nuestras conversaciones, en los recuerdos, en los dibujos y los sueños que tenemos. Ha sido el mejor regalo y por eso inaugura los relatos sonoros de la montaña.
FIN
Espero que te haya gustado leerlo. Es otra experiencia, ¿verdad?. Para mí lo es: escribir, no para que me lean sino para leer, leerle a alguien que está detrás de un celular, una tableta o un computador. Y me gusta, porque puedo imaginarlo, porque me pasa con los Podcast que escucho: algunos me apasionan tanto que dejo lo que estoy haciendo para sumergirme en la historia. Ojalá te pase lo mismo con este.
Y recuerda que sería genial si lo compartes con tus amigos y familiares, o por las redes sociales, para que más personas puedan acceder a este tipo de historias. No es fácil hacer publicidad o promoción, por eso el «voz a voz» de amigos y oyentes es lo que más funciona.
Gracias y nos escuchamos pronto 🙂
Esta preciosa ilustración es de Dani Caribe Atómico, original para el episodio 🙂