Puracé: la montaña de fuego

Como ya les conté, este blog se ha convertido en un taller creativo pero de todo:  es como un diario de vida, de viajes y de todas las cosas que me van pasando, que afortunadamente son muchas y muy buenas. Por eso hoy quiero compartirles un viaje maravilloso que hice con el pequeño E al volcán Puracé, en el departamento del Cauca.

Todo comenzó con un vuelo a Popayán, donde llegamos el viernes en la noche. Allí dormimos en un pequeño hotel, muy limpio y atendido por su propietaria, una señora muy amable. Es anoche conocimos a Julio, quien sería nuestro guía del viaje en Popayán hacia nuestra aventura por el PNN Puracé. De Cali nos encontraríamos al día siguiente con el resto del grupo (caleño) y con mi gran amigo de vida, Julio Pérez, a quien agradezco por hacer estos viajes tan maravillosos desde su proyecto Bicivan.

Día 1. Cóndores no se ven todos los días

El sábado salimos muy temprano rumbo a las hermosas montañas del Cauca, donde nacen nuestras cordilleras, donde nace el río Magdalena y el Cauca, entre otros. Así que son hermosas, son grandes, voluptuosas y están por todos lados. Felicidad absoluta, porque siento amor sincero por ellas (heredado de mi papá), y tal vez por eso ahora soy tan feliz corriendo trail running, pero de eso hablaré otro día.

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Hacia las 9 am llegamos a la llamada «Piedra del Cóndor» (a 3.100 msnm), un lugar sobresaliente de un cañón impresionante donde habitan tres cóndores que hay en el PNN Puracé. Bueno, ahora llegó un cuarto cóndor, pero es nuevo.

¿De qué se trata esto de avistar cóndores? Los indígenas Nasa, que manejan este lugar, nos llevan a un alto donde hay una gran roca. Allí les ponen carroña (carne podrida) a los cóndores para que vengan a comer. Los viajeros estamos a unos pocos metros de distancia, en silencio, observando.

Los primeros en llegar son los gallinazos o chulos como les decimos en Cali (a propósito, ¡qué delicia estar con caleños!). El avistamiento de estas grandes aves conlleva paciencia: esperamos unos 20-30 minutos en silencio. E ya estaba un poco desesperado; claro, la juventud acostumbrada a que todo está a un «clic»… pero esta fue una gran oportunidad de esperar, estarse quieto, esperar… hasta que llegaron los cóndores.

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No sé si las palabras les hagan justicia pero trataré. Enormes, majestuosos, maestros del vuelo, convencidos de su belleza y su imponencia. Sin afán, cautos, misteriosos, bailaban por el aire o se mecían o se dejaban llevar por el viento en un vaivén hipnótico. A partir de su llegada nadie habló, nadie parpadeaba, todos estábamos hechizados por su belleza y su imponencia. Fue un momento mágico, definitivamente.

Después de verlos por un buen rato, ir y venir, volver, alejarse, comer, pelear por la carroña con los gallinazos -que a su lado se veían del tamaño de una paloma-, se fueron. Como vinieron, si hacer alarde de nada, sin avisar, su vuelo se volvió más largo hasta desaparecer en el cañón. Qué encantamiento en el que estábamos.

Como pudimos despertamos de ese momento y seguimos nuestro viaje hacia la Laguna de San Rafael que se encuentra en cercanías al páramo de Moscopán, con un paisaje de páramo muy hermoso, lleno de frailejones. Luego estuvimos en la Cascada de Bedón, una caída de agua de esas que ya no se ven. No era muy alta pero sí muy bella, y terminamos la tarde en el propio Parque Nacional Natural Puracé, caminando para conocer las Termales de San Juan, un lugar lunático en el mejor sentido de la palabra.

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Entramos por un camino muy verde, guiado por un indígena Nasa que nos contaba los animales del Parque, la vegetación y cómo la cuidan ellos y los visitantes. Hasta que llegamos a un paraje de aguas azufradas (provenientes del volcán) y aguas heladas que bajan del páramo. Los colores de estos riachuelos son como de otro planeta, literal: azules coral, rosados, naranjas, verde manzana. Las aguas cristalinas bajo un cama blanca de azufre hace que tomen colores inesperados, todo contrastado con el verde del musgo y de la hermosa vegetación que rodea las termales.

No son para nadar, ni para tomar, ni para tocar. Son para deleitar la vista, para detallar cada pozo de donde puede salir aire que calienta el agua, o ver bajar el agua de la montaña. Es una caminata de introspección, meditación y observación a la mejor manera de la contemplación: para maravillarse de la madre naturaleza.

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Ese día terminamos en las cabañas de Pilimbalá, un pequeño refugio donde dormimos todos, compartiendo experiencias, fotos y los videos del día. La comida deliciosa, mujeres hermosas cocinaron para nosotros, un grupo heterogéneo de hombres, mujeres y niños, pero con una misma pasión: la naturaleza. Nos acostamos temprano porque al otro día sería la subida al volcán.

¡Qué emoción!

Día 2. La montaña de Fuego

Así se llama en lengua quechua el volcán Puracé. Una montaña misteriosa, árida, majestuosa, cuyo cráter se encuentra a  4.500 msnm, aproximadamente (fue difícil tener una altura definitiva porque los avisos decían una cosa, los celulares otra, etc).

A las 4:00 am nos levantamos, nos esperaba un desayuno delicioso y nutritivo para la caminata que venía cuesta arriba: Unos siete kilómetros para subir más de 1.000 metros. Realmente duro.

La caminata comienza a oscuras, comenzamos a subir montañas aledañas al volcán, trochas de campesinos, de ganado, y poco a poco vamos ascendiendo a la montaña del volcán y el paisaje cambia drásticamente: arena gris, enormes rocas por todos lados. Un ascenso difícil y más aún con la lluvia que nos tocó todo el tiempo. Pero ver y sentir el amanecer, cómo la oscuridad se disipa y comienza a colarse el día entre nubes y montañas  y el camino… y nosotros ahí, subiendo y subiendo con el amanecer.

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El frío que hacía sumado a la lluvia horizontal y el viento, hizo que pronto estuviéramos calados hasta los huesos. Sí, tenía chaqueta impermeable, pero el pantalón emparamado, las botas de treking encharcadas de toda el agua que bajaba de mis pantalones, los guantes empapados (eran de frío, no de lluvia) y la cara congelada (espero que haya servido para las arrugas!).

Recuerdo haberme encontrado con E (que subió una parte en carro con un grupo) y cuando yo ya iba llegando a la cima él bajaba y casi ni me miró de lo helado y mojado que venía. Me dijo «no siento las manos, mamá». Y yo le dijo «¡guárdalas en los bolsillos!» y siguió su camino. Afortunadamente no perdió los dedos, así que no me siento culpable por no haber llevado el equipo necesario, no me lo esperaba, de verdad. Y nunca lo olvidará, jeje.

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Tanto frío y viento y lluvia hizo que llegar a la cima más que una meta fuera un alivio. Al llegar sentí un aire levemente caliente (sólo un poco, ante tanto helaje) y el olor a azufre dl volcán. Desafortunadamente no pudimos ver el paisaje que hay en semejante cima. De haber estado despejado habríamos visto el Nevado del Huila, los Cerros de Puzná, Munchique, Pan de Azúcar, P.N.N. Farallones de Cali, la Serranía de los Coconucos y toda la inmensidad del Valle de Pubenza. Pero quiso la naturaleza que respetáramos sus decisiones y solo nos regaló la cima, que ya fue hermosa. Pero helada y calada hasta los huesos de agua. Así que el descenso fue más rápido, aunque un poco peligroso porque estaba muy cerrado por las nubes; menos mal yo iba con un grupo de montañistas que ya habían hecho cima otras veces, porque por momentos me parecía que no sabíamos donde estábamos.

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Al llegar al refugio nos cambiamos de ropa. Sólo en ese momento agradecí haber llevado dos pares de zapatos (que antes me habían parecido exceso), pero al sentir las medias y los zapatos secos descansé… qué delicia. No pensé que fuera posible aguantar tanto frío húmedo. Fue increíble.

Después de un delicioso almuerzo regresamos a Popayán, directamente al aeropuerto y tomamos el avión de regreso. Cada momento pensando en los paisajes vistos, los instantes que guardaré en los cajones de la memoria que no dejan que se borren imágenes tan hermosas.

Y lo mejor de todo, la cereza del pastel, fue oír a E decirme: «mamá, hagamos más de estos viajes, me gustó mucho». Qué felicidad, esa es la conclusión de este hermosísimo viaje: hacer más, conocer más, viajar, observar, disfrutar de este hermoso país todo lo que se pueda.

Nuevamente gracias a Julio Pérez por organizarlo todo tan bien, tan impecable, con su presencia que lo abarca todo, su buen sentido del humor y esa energía que hace que todos nos sintamos caminantes y aventureros de la vida. ¡Espero poder hacer muchos más viajes contigo!

Las fotos hablan mejor que las palabras, pero para los interesados, les recomiendo muchísimo este paseo así, tal cual, porque se aprovecha mucho el tiempo, se conocen lugares, personas y el corazón se ensancha con tanta belleza.

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Publicado por carocaracolina

Carocaracolina es una caracola que escritora, viajera y podcastera. Y todo esto pasa en Lapensadera.

Un comentario en “Puracé: la montaña de fuego

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