Hoy comencé a caminar… ¡qué emoción! Salí 6:30 de la mañana, después de un delicioso desayuno que nos ofreció Mateo, todo por un donativo, lindo gesto porque ya me dijeron que no pasa en otros albergues.
Salí y al kilómetro ya estaba perdida. Aún era de noche (amanece tipo 7:30am), no veía las señales o flechas y la guía no era clara, hasta que ví un chico (Dani) que estaba en el albergue al desayuno y me fui con él. Nada más avanzar dos kilómetros comenzó a llover… y llovió, y llovió, y llovió. Buen inicio de camino. Para mí siempre el agua es limpieza.
El camino fue bellísimo… pasamos por bosques, muchos bosques. Al rato se nos unió otro chico, Arnau (de Barcelona. Ya ne cae bien, jeje), y nos fuimos los tres hablando y así fue menos dura la lluvia y la ruta que fue de mucha subida y bajada.
Y apareció el mar… ¡¡¡qué bello!!! Y al final en la ruta, los últimos siete kilómetros fueron con el mar a la derecha. Hermosísimo!!
Llegamos a San Sebastian hacia las 2 de la tarde, el albergue está muy bien -más caro, pero bien-. La habitación es de ocho personas (4 camarotes) con dos baños y dos duchas. Está muy bien. Todos son hombres y yo, jeje, pero ya después de dormir con la Pandilla Atómica no pasa nada 🙂
Nos duchamos, lavamos la ropa embarrada y sudorosa y salimos a almorzar; luego estuvimos un rato en el albergue con otros peregrinos y salimos a tomarnos una cerveza con un pincho. La vida del peregrino, jeje.
Gran etapa. Tengo una uña muy adolorida -desde la carrera- así que mañana me la vendaré.
Hoy comienzo un largo viaje por el Camino de Santiago del Norte… o bueno, tal vez no es largo por el propio camino, sino por lo que significará para mí. Al final, ¿qué es el tiempo? Y ¿qué significa el Camino?
Un sueño, un reto, una búsqueda, una señal, una liberación, un estado del ser, un parpadeo. ¡Significa tantas cosas comenzar este viaje! Pero lo mejor es que toda mi parte viva va conmigo.
Voy ligera de equipaje y de pensamientos (o al menos eso creo, ya veremos). Voy abierta a descubrir-me, a amar-me y a disfrutar-me de cada paso que de, físico o mental.
Quiero conectarme con esta vivencia más allá de las conexiones sociales, por eso solo me encontrarán por aquí, escribiendo algunos detalles del viaje. Las más importantes experiencias quedarán depositadas en mi diario, porque si hay algo que me encante es escribir en cuaderno, y el cuaderno que he traído para este viaje fue decorado por Emilio, expresamente para el Camino, lo cual lo hace de valor incalculable. Es mi tesoro, es tenerlo a él aquí conmigo. Me llena el alma tener para este viaje algo de las personas que más quiero…
Y aquí estoy en el Albergue de Peregrinos de Irún (País Vasco), ya tengo mi Credencial de Peregrina y mañana comienzo a caminar.
Estoy entre feliz, nerviosa y expectante, pero sobre todo muy muy emocionada de haber logrado comenzar este sueño que igual apenas comienza. Me esperan más de 800 kilómetros por delante… kilómetros de mar y montañas, de cielo azul y lluvioso, de pueblitos y grandes ciudades. ¡Qué emocionante suena!
Cuando pueda, escribiré. Cuando me silencie, estaré viviendo.
Agur (Adiós es Euskera)
Datos curiosos:
– El albergue está muy bien. Lo atiende Mateo que dice que habla como siete idiomas: español, castellano, mexicano, argentino, boliviano, etc. Estoy en un cuarto de tres camarotes. Llegué la primera pero ya está lleno. Alemanes, franceses y otra chica que no sé de dónde. El olor, como es de esperarse, es a «humano sudado».
– Hoy entre desayuno, meriendita, almuerzo y cena me he gastado unos €25 pero ya estoy observando cómo es que se ahorra.
– Son las 9:00 pm, ya vamos a la cama. Mañana hay desayuno comunal a las 6:30 am que aquí aún es de noche (amanece 7:40 am).
– La gente en general es muy querida, simpática y lista a ayudar.
– Ya conocí un colombiano (de padre español) que hará el Camino, pero que ya ha hecho otros, así que tendrá consejos para dar.
Para Sebastián, Samuel y Daniel… los mejores pandilleros del mundo mundial.
Cuando estoy corriendo una carrera, o conociendo una ruta, o enamorándome de una montaña, en algún momento del camino comienzo a pensar en escribir esto, esto que dejo aquí en palabras e imágenes, días después de haberlo vivido y decantado. Eso fue lo que necesité con la Ultra Trail Parque de los Nevados. Fue tan intenso lo que viví, lo que disfruté y a la vez sufrí, que necesitaba dejar que esa memoria recorriera mi cuerpo y mi mente esta semana. Y esta noche, al leer la crónica de Caribe Atómico (compañero de viaje y de letras) se disparan las emociones como las viví yo, muy cerca de las que vivió él y el resto de la Pandilla Atómica, y se me salen por los poros. Aquí están.
Casi siempre me gusta dividir mis crónicas en momentos, en imágenes que me permiten narrar o describir lo que más me llega al corazón. Esta no es la excepción. Ultra Trail Parque de los Nevados me deja tres momentos que llevaré clavados en la memoria poética que es la que no se olvida, la que ponemos en un cajoncito y de vez en cuando abrimos para traer nuevamente esos instantes que nos hicieron inmensamente felices.
La montaña
Como siempre, la primera emoción y la que más me llena el cuerpo entero, sobre todo el corazón. Sólo que esta sí fue la verdadera montaña… yo, que creía que había corrido en montaña, en altura, que el fin de semana antes de la carrera subí a Chingaza a correr a 3.600 msnm, no sabía todavía lo que era la montaña, hasta llegar a esta aventura y subir a 4.200 msnm, con ascenso el segundo día de 2.400 metros de desnivel positivo.
¿Qué quiere decir eso? A veces los corredores nos ponemos tan «técnicos» con lo de los metros, los desniveles, la altura y la velocidad… pues eso quiere decir que tuvimos al hermoso Nevado del Ruiz cerca, muy cerca. Eso quiere decir que corrimos entre páramos y más alto que páramos, entre frailejones, pajonales y mucha agua. El Parque nacional natural Los Nevados, emblema de la cordillera central de los Andes colombianos, nos regaló las más hermosas imágenes que me llevo para mí detrás de los párpados: montañas imponentes, cañones, paredes de piedra y tierra, mesetas perfectas, árboles con formas de nubes, o mejor, con las formas que le encontramos a las nubes; agua, mucha agua, una hermosa cascada de agua, de amor, de energía. Las nubes mezcladas con la tierra, con los verdes de la montaña, la luz blanca de estar más cerca del cielo, la lluvia horizontal que lava, siempre lava alma, cuerpo y corazón. Y la nieve. Sí, nieve… copitos de nieve que parecían luciérnagas juguetonas. Cuando fui consciente de que estaban ahí, pensé que era una alucinación porque estaba muerta de frío, mojada y sin sentir los dedos de las manos, pero una imagen como ésta recupera la vida y la energía de cualquier ser humano que sienta algo por el lugar tan maravilloso donde vive. Esta tierra no para de darnos sorpresas y ver nevar fue la más grata de ellas.
Llegar a la cima del primer día con el cráter de La Olleta detrás, todo nevado, fue un gran regalo para los primeros 15 kilómetros de la carrera. Y el segundo día, después de sufrir y padecer -no exagero- 21 kilómetros, ver aparecer al gran Nevado del Ruiz, ese que había visto solo en fotografías, en el colegio en la clase de geografía, o desde el avión cuando voy a Armenia o a Cali. Ahí estaba, lo sentía a metros de mí, sentí genuinamente el momento en que me disparó la energía suficiente para no renunciar a la carrera.
Foto UTpLNPor esas montañas, esos paisajes y esas imágenes que me quedaron tatuadas en el corazón repetiría esta carrera todos los años. Todo lo demás: sueño, hambre, frío, humedad, cansancio, nada de eso existe esta noche de sábado. Sólo el amor por esas montañas sobrevivirá hasta el recuerdo de esta crónica que son solo palabras que al final se perderán. Ya no se las lleva el viento sino que se pierden en la red, jeje.
El reto
Nunca había corrido más de 24 kilómetros, menos dos días seguidos, mucho menos a más de 4.000 msnm. La UTpLN fue una carrera de dos días: 15 kilómetros el primero y 25 kilómetros el segundo, que me exigieron dar todo lo que tenía. Y todo lo di, todo quedó allí. Y me siento feliz y orgullosa de que hubiera sido así. No hubo podio (quedé de cuarta), pero mis medallas de finisher dicen mucho más por las condiciones en que tuve que correr, por la exigencia física y mental que supuso una carrera así, y porque me demuestra que soy capaz de más y me prepara para mi reto del 2018: el Cruce Columbia.
Y sí, hice la prueba de carrera meses antes; de hecho corrí 15K un día, 25K al otro y como era festivo otros 15K al siguiente día. Perfecto. Sólo falta aclarar dos puntos que me restaron tal vez más del 50% de mi energía. 1. Me dio una gripa bestial la semana antes de la carrera y eso bajó mi nivel un montón, pero nunca mi disposición de hacerla y terminarla. Y 2. Las condiciones tan duras de la carrera. No se durmió bien porque ambos días arrancaron a las 3:00 am, por ende no se desayunó bien. El viaje interminable de la Chiva del primer día, ida y vuelta más de siete horas ya lo deja a uno destruido y, por supuesto, la altura. Ya me había dicho Daniel que era como correr con grilletes en las piernas y literalmente lo sentí así el segundo día: era como si arrastrara el peso de mi conciencia o algo peor (jajaja). No podía correr por más de que lo intentara, y cuando corría sentía como un efecto narcótico y me entraba el sueño; corrí dormida unos metros varias veces. Lo escribo y me da risa, pero en ese momento fue agotador, desgastador, quería encontrar el carro de la Defensa Civil y retirarme, me daba rabia sentirme tan disminuida por un carreteable que no acaba, tenía las manos congeladas (y los guantes en la bolsa con la ropa de cambio en el punto de llegada, bestia total).
Hasta que llegué al kilómetro 21 y vi el Nevado -nevado- frente a mí. Ahí estaba Oscar Mahecha (del equipo organizador de la carrera) con una camioneta y me dijo: ¿Vas a seguir o renuncias? Sin mirarlo, con mis ojos clavados en el Ruiz le dije: ¿Cómo crees que después de esta imagen voy a renunciar?… obvio que sigo.
Y así fue. Seguí, corrí feliz, recuperé el calor perdido, me gocé esos últimos 5 kilómetros y aunque me perdí y tuve que hacer como dos kilómetros más, me lo gocé, volví a encontrar el sentido de estar ahí, estaba ansiosa por llegar y demostrarme de qué estaba hecha. Al llegar, el abrazo de mis pandilleros fue la medalla que más esperaba.
La amistad
Entonces aquí viene mi tercer momento favorito de esta aventura. La amistad de la Pandilla Atómica, tres seres únicos e irrepetibles que se cruzaron en mi vida hace unos meses y de vez en cuando la ponen patas arriba.
Con ellos hice un viaje de locos en carro Bogotá – Manizales – Bogotá, más de 600 kilómetros en un fin de semana (de viernes a lunes). Con ellos pasé tres días de solo risas y música. Paseamos, comimos, corrimos, compartimos cuarto y baño, con ellos disfruté de esta aventura, nos abrazamos cada día, nos deseamos suerte, nos alegramos por la llegada de todos, nos cuidamos unos a otros. Yo los cuidé como mamá que soy y ellos me cuidaron como hermanos mayores. Con ellos fui inmensamente feliz, fue como desconectarme de la vida real y vivir una paralela, una comedia donde todo lo que pasa puede ser susceptible a empeorar pero para morirse de la risa, para buscarle el lado divertido, para que duela la barriga de las ocurrencias y las carcajadas que salen de todos, hasta de mí.
Cada uno me hizo feliz y me hizo sentir especial en algún momento, o se aprovechó de ese momento para reírse de mí. No importa, nos reímos todos. «¡Qué necedad!». Estos tres personajes son como un sol de verano, ese calientito que te gusta sentir en la piel porque te hace bien. Ellos me hacen bien, me contagian su alegría, la que me conecta vía directa con la felicidad en un eterno presente. Gracias chicos, de verdad. En este mismo presente los quiero. En el pasado los extraño y para el futuro me harán falta. Pero no se olviden de mí 🙂
Y termino mencionando también a nuestro querido John «el gringo» que nos soportó en el viaje de ida, a Roshy, campeona de trail y de canto (por favor, preséntate a La Voz) y Nico con sus salidas que alborotaban más a Samuel y Sebastián. Gracias de verdad, amé vivir con ustedes esta carrera tan especial.
Amé la carrera, la montaña, el reto y la amistad. Quiero más de todo esto.
“Somos el resultado de los libros que leemos, los cafés que disfrutamos, los viajes que hacemos y las personas que amamos” -Airton Ortiz
Para mis compañeros favoritos de viajes y montañas, Catalina y Andrés.
Estas vacaciones de mitad de año han sido las más productivas para mi enorme pasión de viajar, correr y subir montañas. Primero estuve en Providencia, luego en Iguaque (pendiente post para hablar de este mágico lugar) y luego me fui a correr con mi amiga Catalina a Gachalá, una pequeña población del departamento de Cundinamarca, enclavada en la región del Guavio. Yo ya había estado allí el año pasado, corriendo también, con mi amigo y coach Andrés, y había quedado enamorada del lugar (no sé por qué no lo escribí esa vez). Ahora quise llevar a Catalina para que se maravillara -tanto como yo- de este sitio, del paisaje y, sobre todo, de las montañas. Ya verán por qué.
Diciembre de 2016Pero antes los voy a situar: Gachalá está al este del departamento de Cundinamarca, límite con Boyacá. Tiene cerca de 6.500 habitantes, y sus dos grandes atractivos -para mí- son la represa del Guavio, una mega obra de ingeniería de los años ’80 que está sumergida en un cañón, y su ubicación geográfica a una altura de 1.700 m.s.n.m. que la hace tener un clima calientito de día, de noche más templado, pero delicioso para correr, para sentirse en clima caliente y tomarse una que otra cervecita fría en el parque principal, junto con un buen pollo a la broaster 🙂
«Gachalá» (cómo me gustan las palabras con ‘ch’) es un vocablo indígena que significa «vasija de barro». Bellísimo… un lugar que fue habitado por los indios Chíos de la comunidad Chibcha. Otro dato de interés general es que es una zona minera, y en una de sus hermosas montañas fue donde se encontró «La Emilia», la esmeralda más grande del mundo descubierta hasta la fecha y símbolo de la región del Guavio.
Esta pequeña población también hace parte de los municipios que integran «La ruta del agua II». Durante el recorrido a Gachalá vimos estos anuncios sin saber de qué se trataba, pero investigué y se trata de un proyecto del departamento de Cundinamarca donde también están los municipios de Guasca, Gachetá, Junín y Ubalá. Es una de las apuestas de turismo sostenible que tiene el gobierno departamental porque estos territorios surten de agua a Bogotá, y también por su increíble flora y fauna. Ojalá sí sea así… ejem…
Bueno, ya sabemos del lugar, ahora, a lo que vinimos…
Vámonos de paseo
Para llegar a Gachalá hay que recorrer 148 kilómetros desde Bogotá. Nosotras salimos un sábado como a las 8:30 am de La Calera vía Guasca. Para los que conocen ya saben lo lindo que es este paisaje, así que ya íbamos felices. Después de Guasca se comienza a subir las cuchillas de Siecha desde donde -si está despejado- se tiene una panorámica del PNN Chingaza impresionante. Pero casi siempre está nublado por lo que se encuentra a 3.700 m.s.n.m. y esta vez no fue la excepción.
Una vez pasamos el páramo de Guasca comenzamos a bajar; la temperatura cambió y el paisaje se convirtió en un sin fin de montañas que nos acompañaron de ambos lados todo el tiempo. Cañones, rocas, cascadas y cerros escarpados. Íbamos felices mirando de un lado a otro y con las ventanas abajo, ¡qué delicia el calorcito!
La siguientes poblaciones fueron Sueva, Gachetá, Junín y Ubalá, todos municipios desconocidos para nosotras, pero muy pintorescos. Hasta este punto la carretera estaba asfaltada pero en mal estado, lo que hizo que fuéramos muy despacio cuidando el carrito (mi patrimonio, como siempre digo, jeje). A partir de Gachetá la carretera ya fue toda destapada pero digamos que transitable, y lo mejor de todo fue el paisaje… se abrió ante nosotros la represa del Guavio con sus aguas verde esmeralda y rompiendo con el esquema normal de una represa (laguna circular). No. El Guavio es como una serpiente dentro de un cañón… no termina. Paramos a tomarnos fotos y ella, la represa, se metía por entre las montañas sinuosamente, regalándole al paisaje un color que no podremos olvidar fácilmente. De hecho, eso fue lo más me enamoró la primera vez que fui y sigue siendo así. El agua metida entre las montañas y el color.
Llegamos hacia el medio día, buscamos hotel (solo hay tres en el pueblo, muy sencillitos pero bonitos), y nos fuimos a almorzar al restaurante y piqueteadero Donde Alvarín, a unas dos cuadras del parque principal. Recomendadísimo. Punto de operaciones de ahí en adelante para todo lo que fue alimentación de deportistas de alto rendimiento, jeje.
Fuimos al hotel, descansamos, nos cambiamos y… ¡nos fuimos a correr!. La felicidad nos invadía de una manera loca. Cualquiera que ame las montañas, que sea caminante o corredor entiende esta sensación dentro del cuerpo que te habita y te domina. Ansias locas de ser feliz.
Salimos e hicimos un recorrido corto siguiendo unos avisos de «rutas» que tiene Corpoguavio en diferentes lugares del pueblo. Desafortunadamente los avisos o las rutas no están actualizadas. Por señas de algunos campesinos bordeamos un pedazo de carretera, nos metimos por una trocha embarradísima y salimos a orillas de la represa por Las cabañas El Jazmín.
La vista era embriagadora… sol de la tarde, el más bello, el color verde del agua, la luz entre los árboles. Volvimos al pueblo y bajamos hasta el puerto de donde salen las barquitas de Corpoguavio en horarios específicos a diferentes poblaciones vecinas y cerca a la represa. Es un gran paseo y gratis. La vez pasada lo hice y es una belleza recorrer por el agua la represa y asombrarse -aún más- de la inmensidad de ésta y de sus montañas. Al final fueron como siete kilómetros, calentamiento perfecto para el día siguiente que nos esperaba una gran montaña.
Volvimos al hotel, cenamos el pollito broaster al lado del parque, brindamos por la amistad, por las bendiciones que significan estar aquí, amar la naturaleza, tener un cuerpo que responde, poder conocer estos lugares y maravillarse con sus paisajes. Son más los privilegios pero brindamos por estos.
La joya del Guavio: las vistas
A la mañana siguiente desayunamos en nuestro centro de operaciones alimenticias: huevitos, pan y café, reposamos y «a por la montaña».
Debo decir que este recorrido fue un regalo que me hizo Andrés la vez pasada que vine y voy a contar el por qué. Esa vez, cuando veníamos bajando a cruzar la represa por el túnel, vimos una montaña enorme enfrente, todo el borde de pinos, tan cerca y a la vez tan lejos, y yo solo pude decir: «Andrés, cómo se subirá a esa montaña, ¡es bellísima!», pero no teníamos ni idea. Al llegar esa vez al parque del pueblo nos dimos cuenta de que hacía parte de una de las rutas demarcadas por Corpoguavio y Andrés dijo: «vamos a hacerla». Felicidad total. Como ya dije, no están claros los caminos, así que preguntando y gracias a la gran orientación de mi amigo logramos llegar a esa cima. Yo no puedo explicar con palabras lo que fue ver esa represa enclavada en esas montañas desde ese lugar. Nunca lo olvidaré… y por eso volví y con alguien que quiero tanto como Catalina, porque es un lugar al que solo se puede llevar gente que quieras y que se conecte directamente con esa energía que desborda un vista como ésta.
Comenzamos el carreteable de unos 3,5 kms -en subida- que ya fueron calentando el ambiente (y las piernas), y en un punto comenzamos a subir en forma la montaña; primero por unas huellas y luego por una trocha que -esta vez, todo hay que decirlo- estaba señalizada. Fueron unos 600 mts de subir casi a gatas (de hecho el GPS se paró y en la altimetría parece que hubiéramos subido en ascensor, jeje), hasta llegar a la joya de la corona a 2.270 m.s.n.m. Si recordamos que veníamos de 1.700 entenderán que la vegetación cambió drástica y bellísimamente.
De hecho, durante el camino de subida, tuvimos la oportunidad de ver una bandada de pájaros azules, grandes, que cantaban hermoso. Nos quedamos extasiadas oyéndolos y viéndolos… fue un momento muy especial porque ninguna de las dos había visto antes esos pájaros. Fue felicidad pura.
Al llegar a la cima vimos el paisaje, tomamos fotos y algo muy especial que pasó es que el paisaje fue otro totalmente diferente al que había visto la otra vez. Mi primera visita fue en noviembre, era verano, las montañas estaban limpias y todo el camino tuvimos un cielo azulísimo con mucho sol. Esta vez era invierno, las montañas estaban verdísimas, cargadas de vida, de vegetación y el cielo fue una cosa loca: la neblina se deslizaba por las montañas y el color blanco del firmamento le dio un tono más plateado al agua que antes no había visto. Fue un paisaje totalmente diferente pero igual de hermoso. Me gustó. No podría escoger entre los dos.
La bajada fue intensa porque había mucho barro y «nos dimos garra» saltando huecos hasta que el barro nos dio a los tobillos. Nos resbalamos y patinamos mil veces. Corrimos felices. Fueron 15 kilómetros de felicidad.
Esta vez no alcanzamos a hacer el viaje en barquito porque preferimos correr, pero estoy segura de que volveremos muchas otra veces. A amar las montañas, a descubrir más rutas, a llevar a los amigos que vibran con este tipo de lugares y este tipo de actividad.
Termino diciendo que Gachalá y sus alrededores valen mucho la pena; la gente es amable, la comida y el hotel son baratos, la carretera está un poco mala pero el paisaje lo compensa, de veras, y se conoce un poco más de nuestro hermoso país. Este lugar es como la Emilia: una esmeralda escondida en el corazón de Colombia, y sin duda un destino turístico para pasear, para aventurarse, descansar y sobre todo, correr sus hermosas montañas.
“Cuando vayamos al mar yo te diré mi secreto…” Dulce María Loynaz
Hace unos años (ya muchos, quizás), escribí una ponencia sobre “Piratas y tesoros escondidos en Providencia”. En ese momento entendía los “tesoros” como piezas de oro, joyas o dinero del siglo XVIII que perseguían y robaban a la corona española piratas y corsarios contratados por ingleses o franceses.
Diez y siete años más tarde, los piratas quedan en tres o cuatro nombres y los tesoros de Providencia y Santa Catalina -para mí- son otros, los que verdaderamente están -o estaban- escondidos y que en este último viaje a la isla pude encontrar y me hicieron inmensamente rica. Y feliz.
El primero, como siempre, será el mar…
El más grande de todos los tesoros azules que se pueda encontrar en cualquier rincón del universo es el mar, y el de Providencia supera cualquier otro, porque es el mar de los siete colores, el que comienza con un azul clarísimo, prístino, que duele al ojo con su belleza y pureza, y que poco a poco va tornándose turquesa -con dos o tres tonos de este bello color- hasta convertirse en azul y al final azul profundo, pasando por infinidad de matices en el cambio de un tono a otro.
El mar de Providencia es el mar de los peces infinitos y de infinitos colores y tamaños, es el de los corales vivos (la segunda barrera de coral más grande de América), de las tortugas, los caballitos de mar, las barracudas, los tiburones y hasta las aguamalas (sí, también son bellas aunque dolorosas).
Tres viajes inolvidables hicimos en esta oportunidad y que quedan para el wish list de cualquier viajero que se acerque a mis amadas islas:
Cayo Cangrejo: No ha habido ni una sola vez que no lo hayamos visitado y nos haya sorprendido por la transparencia de sus agua, porque darle la vuelta careteando permite encontrar “joyas de la corona” como tranquilas tortugas, rayas o caballitos de mar, sin contar con pecesitos de todos los tamaños y colores. Foto de JCDZ
Santa Catalina: El mar de Santa Catalina también hace parte de esos tesoros que pocos saben apreciar. Es un gran lugar para caretear y encontrar infinidad de peces en bancos (es decir, muchos), corales vivos y esta vez hasta barracuda y serpiente de mar vimos. Y como nueva aventura, tomamos un pequeño caminito a la Cabeza de Morgan (muy conocida cuando se hace el viaje en lancha) y nos tiramos desde allí. Fue fantástico porque -aunque es muy profundo el mar en ese lugar- el agua es clarísima, es casi irreal.
El Faro: Este mágico lugar también tengo la fortuna de conocerlo hace muchos años y me hace inmensamente feliz cada vez que vengo. Está a unos 50 minutos de Providencia, es un gran banco de arena, con un faro, jeje, y al llegar el agua es literalmente una piscina rodeada por montículos de corales puestos a disposición del aventurero. Te tiras de la lancha y te vas a caretear sin problema de corrientes todos los corales, y poco a poco aparecen los peces más bellos del inmenso mar, tranquilos, descubriendo -como nosotros- los también tesoros que esconden los corales. hasta tiburones bobos juegan entre nosotros. Es el faro del fin del mundo. Es uno de los lugares más bellos para conocer. Apunten porque no es de los viajes que les recomienden al llegar.
Luego están las playas, para todos los gustos y edades.
Manzanillo, con la alegría rasta de Rolando y su chiringuito ya mítico en la isla (existe desde finales de los ’80), es una playa de olas vivas, extensa, limpia y llena de cocoteros. Se accede a ella por una carretera secundaria, lo que permite adentrarse un poco a la montaña y al hermoso verde de la isla.
Luego viene Suroeste, una playa larguísima, que se pierde en la distancia, con un mar tranquilo donde duermen las barcas de los pescadores de la zona. Suroeste invita a tumbarse en una hamaca y tomarse una cerveza fría mientras la vista se pierde en el horizonte. Es allí también donde cada sábado se realizan carreras de caballos; una competencia digna de ver y disfrutar, no sólo por los caballos, sino también por los jinetes, sus pintas y los espectadores, mezcla de turistas semi desnudos tomando fotos y atravesándose, y locales bien vestidos que apuestan por uno y otro competidor.
También está Aguadulce (Freshwater), una pequeña playa en la zona “turística” de la isla, donde el mar es muy tranquilo e invita a los niños a correr y jugar sin peligro alguno de corriente o de olas.
Y por último, sin dejar de ser igual de bella que las anteriores, está Allan Bay (también llamada Almond Bay). Hace pocos años se arregló el acceso a esta playa, recomendadísima para ver el atardecer… aún no olvido ese sol que vi morir allí en mi penúltimo viaje hace tres años. Allan Bay tiene olas, tiene playa, enromes rocas y Delmar te prepara pescado frito con fruto de pan. No se lo pueden perder: ni la playa ni el fruto de pan.
Ahora vienen las montañas
Qué decir sobre las montañas que ya no me hayan oído (leído) hasta el cansancio… pero… éstas… son diferentes… es en serio.
Providencia tiene 17 kms2 y Santa Catalina 1km de extensión, todos, todos, salpicados de montañas de diferentes formas y tamaños. Ver las montañas desde el avión, verlas cuando vas por la carretera, desde el puente de Santa Catalina, desde el mar… es una visión embriagadora, te llenan completamente sus tonos verdes (que contrastan tan bellamente con los azules del mar) y sus sinuosas formas que cambian de un momento a otro. El follaje, los árboles, las palmeras, la vegetación en general. Esta vez descubrí que la belleza de Providencia también está por dentro y que me queda mucho por descubrir.
La montaña más alta es El Peak, con 375 mts. En esta oportunidad no la subí, no subí montañas, lo cual me dejó un poco inquieta, pero el objetivo de este viaje era otro, y siempre siempre podré volver; ya investigué los caminos que hay y los isleños que me los pueden enseñar. Tengo un pretexto para regresar… pronto… siempre.
Mi nuevo gran tesoro de la vida: correr y ahora correr la isla. Ninguna de las veces que había venido (más de siete) la había corrido, sólo una vez le di la vuelta en bicicleta, pero entonces tenía diez y siete años y me pareció tortuosa: iba en vestido de baño, llena de arena y persiguiendo a algún novio que iba delante de mí. No se vale.
Ahora la corrí y me lo gocé como nunca. Cada mañana salíamos antes del sol (Ana Paula y yo) y corríamos juntas, a veces hacia Suroeste, otras hacia el aeropuerto, seis, siete, hasta diez kilómetros. Luego volvíamos muertas de calor, con el sol ya saludándonos, y nos metíamos al mar -así vestidas- frente a la casa. Allí estirábamos, hablábamos y era como nuestro rincón de chicas, nuestro momento “adulto” y propio del día. Gracias AP por disfrutar tanto como yo de correr la isla. Te extraño.
Luego un día muy nublado salí sola sin más pretensiones que correr un rato -aprovechando el clima ideal- y terminé haciendo los 17 kms que tiene la única vía circunvalar de la isla, y descubrí de una manera nueva y emocionante todos aquellos lugares que había visto en la juventud desde una lancha o una camioneta.
Fue aquí donde comenzó todo y hoy lo recuerdo como si fuera ayer. Cuando me enamoré del mar, el por qué me enamoré de él, de su olor, de su brisa provocadora, de sus mareas tan cambiantes como sus colores. Salí a encontrarlo, corrí hasta Suroeste por la playa. Estaba sola. La playa. Yo también. Él también. Cerré los ojos y me quedé escuchando su leve rumor sobre la arena. De pronto se escuchó desde adentro, desde el corazón de la isla un gran alboroto… era la lluvia que venía embravecida por la montaña cayendo con fuerza sobre los árboles más la furia del viento. En un segundo me llegó, me lavó y dejó sus marcas en la arena y en mi piel. Nos limpió completamente. Ahora éramos la playa, el mar, la lluvia y yo. Los sonidos acuáticos se mezclaron en una música única que seguro jamás volveré a oír. Y así como llegó, así mismo pasó.
Ahora tengo grabado en mi memoria el recorrido de una día lluvioso en el que salí y simplemente comencé a correr: Aguamansa, Halley View, Rocky Point, el Aeropuerto, La Montaña, Maracaibo, Santa Isabel (el centro), Pueblo Viejo, San Felipe, Aguadulce, Suroeste, Casabaja y nuevamente Aguamansa.
Terminé y me metí al mar, me bauticé nuevamente en sus aguas como corredora, como amante del mar y las montañas, las de Providencia.
El mar es el amor puro. No defrauda, no exige ni se le exige nada. Todo lo da. No se cansa, no se distrae, no espera, no hiere ni cambia su manera de ser. Puede embravecerse o quedarse dormido, o estar alegre y tener mareas juguetonas. Siempre será el amor del mar. Es en este lugar donde me recargo de mi energía marina y vuelvo a ser sirena, caracola, caracolina.
La familia
Pequeño gran tesoro que a veces podemos dar por hecho sólo porque compartimos un apellido, un mismo papá, un abuelo, pero no: la familia es una fortuna que se tiene o no se tiene, y yo tengo la inmensa gracia de tener una familia grande y hermosa, por mis dos apellidos.
Hemos crecido ya, uff… por generaciones, y en este viaje compartimos dos: madres, hijas e hijo, y JC. Antes nosotras éramos las hijas, ahora somos las madres. Maravillosa vida. Es difícil describir todas las emociones y recuerdos que se mezclan cuando convives con los amados, tus sobrinos-primos (no voy a explicar ahora por qué nos decimos así), pero volver a estar juntos, después de muchos años, ahora con esta pequeña gran generación que viene, es una forma de volver a ser niños y a la vez crecer, es una energía que recarga el alma completamente y le da otra dimensión a la felicidad, sobre todo a la compartida.
A José Carlos, Ana Paula, Sabina, Miranda y mi muy amado hijo Emilio, gracias por esos días maravillosos de risas, tanto mar, mangos, galletas Oreo, Pringles y «economía de guerra» que vivimos. Nunca olvidaré(mos) este tiempo que la vida nos regaló para pasar juntos.
“El tiempo y la marea no esperan a nadie”.
Proverbio japonés