“Hoy, antes del alba, subí a las montañas, miré los cielos llenos de luminarias y le dije a mi espíritu: Cuando conozcamos todos estos mundos y el placer y la sabiduría que contienen, ¿estaremos tranquilos y satisfechos?. Y mi espíritu dijo: No, ganaremos esas alturas sólo para seguir adelante.”
Walt Whitman
No es coincidencia que mi vida ahora gire entre montañas. Las amo, vivo en una, trabajo en otra y corro por otra. Soy parte de ellas, me siento plena: soy tierra -y también soy mar-.
Entonces no es de extrañarse que siga buscando cómo engrandecer mi espíritu a través de viajes que me hagan conocerlas y amarlas más, porque las montañas son como mujeres hermosas que están allí, recostadas, sosegadas, tranquilas, esperando que algún ser venga y las contemple, las acaricie y las ame. Uno de esos seres soy yo.
Así que ahora me fui dos días al Páramo de Sumapaz de caminata, con dos amigas y un grupo de gente muy pero muy especial, porque para caminar dos días por páramo, cargar una maleta de 10 kilos, recorrer unos 27 kilómetros, subir de los 2.600 metros sobre el nivel del mar hasta los 3.800 y bajar a los 3.500, embarrarse, no bañarse, dormir en carpa, comer poco -o diferente-, para hacer todo esto y disfrutarlo más allá de lo que parecen dificultades, hay que tener una sensibilidad especial.
Me fui un sábado de madrugada con estas palabras grabadas en mi corazón: «Disfruta ese viaje al máximo, así como sólo tú lo sabes hacer… inspírate, respira profundo, cierra los ojos y deja que el aire entre a tu cuerpo y oxigene tus músculos… graba en tu mente colores, sabores, sensaciones y paisajes… y luego escribe».
Y seguí ese consejo, ese pálpito, esa sensación de querer vivir y gozar cada minuto de ese maravilloso viaje que es la vida, esta vez al lado de dos mujeres increíbles que ya hace un año son mis compañeras de aventuras. Con ellas disfrutamos de este espacio de chicas que nos retó, nos inspiró y nos unió aún más (o al menos eso creo yo, jeje).
Cada paso que di, cada mirada al horizonte, a ese infinito mar de montañas que me rodeaba, cada inspiración del aire más puro que se puede encontrar, fue para agradecer a la vida, a Dios, a quien se quiera, por recibir semejante regalo… porque todo ese paisaje fue para nosotros, con un tiempo que nadie podía imaginar iba a ser tan bueno (sol y más sol los dos días). Y así me salieron estos pensamientos que comparto aquí con ustedes.
El viento es una canción que arrulla a las montañas para seducirlas… nosotros también podríamos enamorarnos, pero somos pocos los que oímos esa melodía.
La textura de la montaña de páramo parece fría y rugosa, pero en realidad es como la piel de un frailejón: suave, húmeda y muy delicada.
¿Me entiendes cuando digo que es un mar de montañas?
6:45 pm. Una nube, un color, un olor cubre esta noche con la niebla que viene de atrás… suavemente nos cierra los ojos para mostrarnos -como una madre que pone las manos sobre nuestros ojos- que el cielo que carga las nubes, también puede cargar las estrellas y cada una de ellas trae un destello de felicidad. Así haga frío, a esa altura (literal) todas las sensaciones son de un bienestar casi narcótico, pero en realidad es bienestar pleno, sentido desde la médula hasta el pelo.
5:30 am. El amanecer silencioso entre esta inmensidad, con el arrullo del viento acariciando mi pìel, mientras escucho el croar de los sapos y el juego de algunos patos en la laguna que tengo en frente…
Qué vista tan magnifica, qué sensación de plenitud, de «todo está hecho ya». Doy gracias a Dios por la creación y por permitirme disfrutala.
Al fondo se ve el sol ya bañando algunas montañas. Ya viene para acá. ¿Qué seremos o qué habremos hecho bien para que nos pasen cosas tan maravillosas? Como este clima, este cielo despejado, el viento suave, un amanecer impecable…
Las montañas siempre hermosas y mojadas… con una textura o sensación líquida, que dan ganas de tocar, de frotar, de disfrutar.
Para terminar, les dejo la oración que nos enseñó Jorge, nuestro chamán caminante y guía que hizo posible este viaje, esta aventura, esta felicidad.
Estas son mis banderas las montañas y praderas. Este es mi partido el mundo entero florecido. Este mi uniforme mi sudorosa piel de hombre. Y este es mi compromiso caminar la tierra que Dios hizo. Anónimo
Partes de este escrito las puse en Facebook ayer, pero quiero compartir toda la reflexión o disertación o elucubración que me salió hoy a la madrugada, después de una conversación sobre el amor y la separación con mi hijo de once años. ¡Eso sí es fuerte! Y esto fue lo que salió.
El único amor que quiere ser exclusivo, es ese mismo que también quiere ser para siempre, y no logra ni lo uno ni lo otro. Invento del ser humano para retener, poseer y al final, al no lograrlo, sentirse abandonado.
En cambio, el amor de amigos, amigas, de hijos, hijas, de padres, madres, de familia en general, el amor de mascotas, es incondicional, limpio, continuo y transparente. Y aunque ese amor no usa las palabras «para siempre», logra traspasar fronteras de tiempo, distancia y hasta la muerte, porque ama en libertad y sin apegos.
Ninguna de las dos partes crea expectativas diferentes a amarse con la certeza (desde el inicio) de que también es posible amar a otro amigo, amiga, hijo, hija, padre, madre, pariente, animal. Y al no haber esa «presión» nadie tiene desilusiones, nadie termina «herido» (y si pasara, sería porque no era amor de verdad, sino del inventado).
Tal vez es esa incapacidad de «amar» a un(una) amante con libertad y querer y creer que prometerse «fidelidad» hará a ese tipo de amor más fuerte y «para siempre», tal vez eso sea lo que precisamente lo impide, lo limita y por eso nos duele tanto cuando se acaba, cuando nos acaba.
Y claro, en el discurso suena hermoso y lo único que habría que hacer es no amar para siempre, no amar en exclusiva, no amar en posesión. Suena tan fácil como cuando dicen que hay que estudiar para ser «alguien», conseguir «un buen trabajo», casarse «bien» y antes de los treinta, tener hijos -ojalá la parejita- y ¡ojo! casarse «hasta que la muerte los separe). ¿Para qué? para lo mejor: para «ser feliz».
¿Por eso será que -para algunos- la felicidad dejó de ser un fin lejano y la convertimos en instantes que nos regala la vida a cada instante? Una montaña despejada, un día de lluvia, un jardín de flores, la tarde charlada con las amigas, un orgasmo de placer (no de amor), un chiste en el trabajo, una sonrisa en la calle, un logro personal… Tantos momentos de felicidad que no tienen precio ni tratan de competir con un podio de felicidad eterna. Para qué.
Todo esto para decir que la felicidad no es «para siempre», como tampoco lo es el amor de ningún tipo. Nada es para siempre, todo es temporal, pero nos crece un gen colgado del tuétano, que no vemos y no podemos botar o cambiar, que nos impide amar así; el mismo gen que sin querer y sin creer nos pinta una relación «perfecta» (que es disque la que queremos) donde no cabe la sinceridad sino la fidelidad, palabra más aterradora que no entendemos claramente por la misma enajenación que nos causa el amor (que tampoco es amor sino el deseo y la excitación desmedida de cualquier relación cuando comienza), que nos hace pensar o creer o soñar o esperar que no vamos a necesitar a nadie más para dormir, para tirar, para reír, llorar o simplemente para hablar.
Y sí, tarde que temprano el ahogo de la exclusividad cargado de la cotidianidad nos va a hacer buscar algo o a alguien más y caeremos en el juego del engaño, pero buscando un poco de libertad y de esa misma sensación que un día nos trajo hasta aquí pero que nos abandonó cuando dejamos de caminar y buscar.
Sí habrá amor y sí habrá felicidad, pero como bien dice el poeta Marwan, será intermitente.
*Perdón tantas comillas pero son muchos conceptos sin un significado que entienda realmente.
Así brotaron las palabras a las dos de la mañana, así las dejo. Nada es personal, no hablo de nadie ni para nadie, sólo es mi corazón y mi mente peleando, tratando de sentir y razonar lo sin sentido y sin razón.
Como algunos ya saben, uno de mis propósitos para este 2016 es viajar más, y qué mejor que viajar por nuestro país que posee todos los destinos: mar, montañas, desiertos, selvas, nevados; todos los climas, vegetaciones y paisajes están aquí y hoy más que hace unos años, algunos se pueden visitar, lo cual, para quienes hemos vivido este casi terminal conflicto armado, es un privilegio.
Hace unos meses escribí sobre mi viaje al volcán Puracé y ahora en las vacaciones de verano fui con mi hijo a Bahía Málaga.
“¿Bahía Málaga?, ¿Dónde eso?”. Sí, muchas personas me preguntaron -y aún me preguntan- cuando cuento el viaje, que dónde queda y que qué hace uno por allá. Sólo como abrebocas de lo que será esta crónica de cinco días, voy a ubicarlos geográfica, natural y socialmente en este destino.
La Bahía de Málaga está ubicada en toda la mitad de la costa Pacífica Colombiana, en el municipio de Buenaventura, departamento del Valle del Cauca. Desde el año 2010 toda esta zona hace parte del Parque Nacional Natural Uramba Bahía Málaga, con un área protegida de 47.094 hectáreas (equivalentes a 137.34 millas náuticas cuadradas). A escala regional, el Parque se articula al«Corredor de Conservación» con los Parques Nacionales Naturales Farallones de Cali y Munchique (ya con esto ya se pueden dar una idea del paisaje), y mundialmente (así muchos de nosotros no la conozcamos) es reconocida por ser uno de los sitios de destino de la migración estacional de poblaciones de la ballena jorobada (Megaptera novaeangliae), uno de los motivos que nos llevó a conocer este hermoso lugar. También allí se encuentran y conviven cinco comunidades afrodescendientes: Juanchaco, Ladrilleros, La Barra, Puerto España – Miramar y La Plata.
Esa es Bahía Málaga. ¿Y por qué decidí conocerla? Porque después de la increíble aventura que fue el viaje al Puracé (con avistamiento de cóndores y ascenso al volcán) de la mano de mi gran amigo y excelente guía de los más espectaculares viajes que se puedan imaginar, Julio Pérez, y en medio de ese momento de locura y lucidez pos-viaje, lo llamé y le dije: “Julio, yo quiero seguir viajando y conociendo Colombia, ¿qué sigue?”. Él, gran conocedor de los lugares más exóticos de nuestro país, y de mi pasión por viajar, sin dudarlo un minuto me dijo: “Tenés que venir a Bahía Málaga”. Ahora entiendo el porqué.
Y he decidido organizar las experiencias, vivencias y emociones de este viaje en dos grandes regalos, que a su vez nos ofrecieron más y más regalos, y que fueron los que hicieron la diferencia en este destino, convirtiéndolo en uno de mis favoritos para próximas aventuras. Sin dudarlo, el Pacífico es un tesoro por descubrir.
EL AGUA
Las formas del agua en Bahía Malaga sobrepasan lo conocido, lo visto y lo aprendido. Rozan la exageración, se regodean en su belleza y nos llena el cuerpo de una humedad que, a diferencia del mar caribe, sienta bien, se siente rico, se acaricia con la piel. Agua salada de mar y de manglares, agua dulce de ríos, de esteros, de cascadas, de lluvias torrenciales y, cómo no decirlo y degustarlo, de agua de coco.
Montados en los kayaks pudimos disfrutar de cerca la belleza del agua dulce y el agua salada: remando, remando, surcamos olas y le ganamos a la corriente sus ganas de regresamos a la orilla o de desviar nuestro curso; remando, remando visitamos islas y nos bajamos en sus playas, también nos tiramos del kayak en cualquier momento a descubrir salidas de agua dulce, nadar en el mar o entrar por pequeños ríos selva adentro. ¡Qué increíble artefacto el kayak! Aunque tiene su ciencia y puede llegar a ser un deporte extremo en aguas “profesionales”, tiene facilidades que, con algunas recomendaciones y práctica, logra regalarnos un contacto mucho más cercano con el mar o los ríos. Además se practica en parejas, así que fue una hermosa oportunidad para compartir con el pequeño Emilio y maravillarme de su fortaleza, coraje, y como buen hijo de su mamá, amor por el mar.
Pero volviendo al agua veamos qué mas nos regaló este viaje: cuando nos metimos con los kayaks por los ríos o los esteros selva adentro, vimos y disfrutamos de enormes cascadas de hasta 40 metros de altura, como la Sierpe o el Ostional. Cabe anotar que sólo los nativos pueden llevar a los turistas a estos remotos lugares, ya que esta zona está llena de esteros, salidas o ramas de agua que entran o salen (no me queda claro aún) y entonces todo parece similar, es como estar en algún barrio que no conocemos pero en el que creemos que todo es igual.
Otro de los regalos del agua fueron los aguaceros que, como muchos saben, en el Pacífico no son lo mismo que en el interior del país. Allí se abre el cielo y llueve tal cantidad de agua que pareciera el diluvio universal, y casi siempre acompañado por uno que otro rayo que hacen estremecer no sólo las casas sino a sus habitantes. Tremenda tormenta nos tocó una noche con caída de rayo a pocos metros que nos sacudió la cama y dejó sentados del susto. Pero también el estruendo del rayo fue un regalo: algo poderosísimo que sí, puede dar miedo, pero también manifiesta genuinamente el poder de la naturaleza y eso, queridos lectores, es un obsequio al que no se le puede calcular un valor.
Por último, y lo dejé al final para poder hablar del regalo más emocionante e inolvidable del viaje, está el mar. El mar tranquilo, verde, plateado, silencioso, y con él las ballenas que, aunque no eran el motivo principal de este viaje, no dejaba de ser un aliciente poderoso pensar que tendríamos -de pronto- la oportunidad de ver estos hermosos mamíferos en su hábitat natural, procreándose o pariendo, dos de los actos más maravillosos de la naturaleza. Y sí, la naturaleza nos premió y nos dejó ver una familia de tres ballenas, una de ellas (posiblemente el ballenato) dando saltos y las otras dos escoltándolo. Luego muy cerca vimos otra familia de dos y de pronto, si proponérnoslo (porque el lanchero fue muy cuidadoso de seguir las instrucciones de estar a más de 100 metros de las ballenas), nos salió una a menos de cinco metros de la lancha.
Estas fotos de las ballenas son de César Alejandro Ospina. ¡Gracias Alejo!
La emoción que se siente no la puedo describir con palabras, pero puedo compararla con momentos igual de mágicos e intensos, para que me entiendan, como cuando se ve una estrella fugaz, cuando se ve por primera vez el rostro del hijo, o cuando se corre por las montañas y de pronto aparece inexplicablemente un paisaje inimaginable. En esa milésima de segundo falta el aire, el cuerpo se paraliza, los ojos se inundan de lágrimas y una sonrisa brota inmediatamente de los labios. Nunca olvidaré ese instante, que ha quedado grabado en mi memoria poética junto con los otros que mencioné.
“…La mar que lava las vidas. Ya no recuerdo cuánto tiempo he roto y de cuántas naves me he despedido entre olas desde que llegué a esta soledad”. Verso de Sakoto Tamura.
Estas fotos son de Julio Pérez
LA TIERRA
El segundo regalo de la vida, del viaje y de la naturaleza fue la tierra, en este caso la verde y profunda tierra pacífica, que comienza con los inmensos y majestuosos Farallones de Cali, que se levantan desde el Valle para separar las cuencas del Pacífico y del río Cauca en la imponente Cordillera Occidental. Todas las mañanas, cerca a la playa, podía ver su majestuosidad cubierta de neblina o mostrando sus picos y bordes desafiantes. Tan lejos y a la vez tan cerca de toda esta tierra costera. Y es que todas esas montañas y lo que rodea a Bahía Málaga tierra adentro es selva, selva virgen, selva madre cuidando un tesoro que nadie puede siquiera imaginar de lo que se trata.
Otro regalo: esas selvas húmedas de exuberante vegetación que brotan de la tierra de una forma desproporcionada pero maravillosa. Un árbol quiere ser más alto que el otro y sí, todos miden hasta 50 metros y crecen rectos hasta las copas. Otra imagen que quedó grabada en mi memoria. La forma, la textura, el tamaño y el color de troncos, flores, hojas y semillas a veces bordea la ciencia ficción.
«Te hablo de un bosque extasiado que existe sólo para el oído, y que en el fondo de las noches pulsa violas, arpas, laúdes y lluvias sempiternas…» Fragmento de «Morada al Sur» de Aurelio Arturo.
Y luego están las playas, enormes y solitarias, del color de un diamante negro que brilla con el sol y con la luna: toda una gema que se aprende a valorar. Y custodiando las playas están los acantilados desde donde pudimos deleitarnos de los atardeceres en el mar… otro momento para la memoria poética. Pasábamos más de cuarenta y cinco minutos hipnotizados por la luz que moría entre las nubes o el mar y cambiaba de color a cada momento; y las bandadas de pelícanos que iba a dormir a las islas vecinas. (Cuando lo escribo cierro los ojos y lo veo nuevamente en mis párpados… los mil naranjas y azules del atardecer y la felicidad de todos nosotros…).
LINA Y JULIO
Ya sé que dije que eran dos regalos, pero no podía dejar por fuera a estos dos seres maravillosos a los que el universo me unió hace más de veinte años, y aunque casi no nos vemos, nuestra amistad y admiración es genuina.
Julio Pérez es un personaje digno de conocer y sobre todo de escuchar por las mil millones de historias que tiene de viajes y viajeros, de lugares, momentos, experiencias y consejos. Con un humor único y su acento caleño bien arrastrado, encanta a nativos, viajeros y turistas, y puedo decirles que no hay ni un solo lunar en su gestión y manejo de toda la programación que ofrece en sus salidas.
Lina es la mejor compañera para este terremoto de Julio que no para ni dormido. Es la mejor coequipera, esposa y amiga, y en este viaje hizo que nuestra experiencia gastronómica viajara más allá de lo esperado. Cada comida tuvo la sazón del pescado y los ingredientes del mar, pero con la sutil intervención de una conocedora de la buena cocina y mimándonos a todos con preparaciones más elaboradas y jamás esperadas en un lugar tan remoto. De verdad que es un plus muy importante la cocina de Lina.
Un último regalo: los compañeros de viaje que sé que cuando lean esta crónica, revivirán conmigo esos maravillosos días que pasamos juntos, donde pudimos conocernos un poco y respetarnos en la diferencia. Gracias a todos de verdad por haber sido parte de esta aventura, y por haber tomado las fotos que acompañan este relato; ninguna es mía porque decidí no ver nada detrás de ninguna pantalla y conectarme solo con la naturaleza y sus regalos. Tal vez por eso estas letras son más apasionadas que otras veces, porque todo lo que pasó se me impregnó en los poros y todo el tiempo solo tuve atención para lo que pasaba a mi alrededor. Recomendación para viajeros: desconectarse para conectar.
Termino este inolvidable viaje con el itinerario completo y organizado, por si alguno se quiere apuntar al próximo. De verdad que es una experiencia que hay que hacer, y así, de la mano segura de Julio, mucho más.
TRAVESIA POR EL ANTIGUO CAMINO QUE COMUNICA LAS BAHIAS DE BUENAVENTURA Y MÁLAGA ANTES DE LA LLEGADA DEL MOTOR.
UNA AVENTURA ENTRE GRANDES CASCADAS.
Día 1: Viaje Cali – Buenventura (5:00 am). Navegación en el estero de Agua Dulce, luego caminata por el Istmo de Pichidó por una linda trocha en medio de selva húmeda (hora y media) para llegar a la cabecera del estero Natal en Bahía Málaga. Recorrido en lancha hasta las Cascadas de la Sierpe, 3 cascadas entre 20 y 40 mts de altura que formaron unas piscinas naturales que permiten bañarse entre agua dulce y salada. Navegación entre esteros rodeados de abundante vegetación con predominio del manglar y hasta las Cascadas de Ostional, enormes saltos escalonados, donde el más alto mide aprox. 50 mts. Navegación frente a Playa Chucheros y llegada a Juanchaco donde se pernocta las cuatro noches.
Día 2: Paseo en kayak a 3 islas donde se visitan varias playas y cuevas.En la tarde lancha para avistar aves marinas en Isla Palma y Ballenas en el Arrecife de Negritos.
Día 3: Caminata por playa y cuevas formadas en acantilados con mas de 10 mts de altura. En la tarde navegación en kayak el estero la Despensa y la cueva Incoder.
Día 4: Paseo en kayak a Playa Juan de Dios, Playa Dorada y cueva Sol y Luna considerada, la mas linda de la zona.
Este texto va dedicado a mis amigos Catalina, Vanessa y Andrés, cómplices de este gran amor.
Quienes me siguen desde el año pasado (o más atrás), saben que desde octubre de 2015 comencé a correr. Fue una decisión que yo no tomé, llegó a mí, me atrapó, me enamoró, me clavó par de besos (o par de tenis) y se quedó.
Así que puedo decir que lo mejor que pudo haber pasado en ese año fue encontrar en mí esa pasión por correr, y como ya dije, no me la debo a mí misma. Las «culpables» fueron Catalina y Vanessa, mis amigas corredoras, que no sólo me iniciaron sino que me llevaron a esa mágica montaña de la Sierra Nevada de Santa Marta que, de camino a Ciudad Perdida, nos mostró cómo disfrutar los paisajes desde otra mirada, cómo sentir la piernas, la respiración, la mente a mil y a la vez en blanco.
Esa última tarde, ya bajando de Ciudad Perdida (lo conté en otra publicación), nos cayó un diluvio universal en la cabeza y yo sólo podía correr y correr, estaba embriagada de selva, de lluvia, de energía de la Pacha Mama. Ese día amé correr.
Ya son seis meses desde mi iniciación en este deporte-placer (a veces sufrido, si, pero ¿Qué placer no duele a veces?) y salgo regularmente a correr, con mi súper equipo Trail Zissou, con el que corro mínimo una vez a la semana, y luego salgo también sola, o corro en la elíptica si el tiempo no me deja salir; la cosa es que sigo corriendo y sigo disfrutando mi avance, porque cada día doy más, cada vez que salgo trato de mejorar mis marcas, de parar menos, de no caminar, aunque casi siempre que me encuentro con un perro me toca parar para salvar las piernas, pero ese es otro motivo, no es por cansancio.
Hoy en la mañana salí. Quería hacerlo temprano con Catalina, pero llovió. Luego escampó, volvió a llover, volvió a escampar, volvió a llover y escampó nuevamente. Mientras tanto esta corredora novata (o sea yo) miraba por la ventana, vestida de corredora y alborotada, desesperada por aprovechar una salida de domingo, que pueden ser las más largas.
Al final, hacia las 11:00 am y en un momento que parecía estaba despejando por fin, salí. Salí feliz y comencé con buen ritmo y buena marcha a subir la montaña. Y comenzó a llover, a diluviar. Aún estaba cerca del pueblo así que me escampé unos 20 minutos debajo de un techo. Cuando bajó un poco el agua y recordando las palabras de mi hijo: «En las carreras también te vas a mojar si les llueve, y no por eso vas a dejar de competir», decidí retomar la ruta, y pasado cinco minutos estaba completamente mojada. Pero estaba feliz.
No había llevado audífonos, que casi siempre lo hago para concentrarme en la música y darme «apoyo musical», pero no importó; la música de hoy fue la más especial: la lluvia cayendo sobre mi cuerpo, cayendo en la carretera, el canto de los pájaros, mis pasos entre los charcos y el barro de la vía y a veces los miles de pensamientos que pasaron por mi cabeza haciéndome ser consciente de ese momento que estaba viviendo y, aunque calada hasta los calzones, también disfrutando.
Todo el camino llovió. Cuando hacía los seis kilómetros tuve la opción de acortar la ruta y lo pensé, claro que sí, estaba empapadísima! pero no tenía frío, en ese punto el cuerpo está caliente y a un ritmo ya más constante (no tan cansado como los primeros tres, por ejemplo. O por lo menos así es mi cuerpo). Dudé un momento entre seguir o regresar a casa, pero la verdad fue duda pasajera porque seguí, estaba feliz de poder hacer la ruta, disfrutando de la soledad, acompañada todo el tiempo solo por la lluvia que me hizo recordar esa tarde de Ciudad Perdida en la que fui tan feliz, y en ese momento pensé en escribir este artículo, porque sé que como yo tantos y tantos disfrutan este deporte; salir a buscar rutas por la montaña, por pueblos, por veredas.
Y llegué a casa pensando en esta frase: «correr me da felicidad» y hablé con Cata y Camilo que también se animaron a correr bajo la lluvia y estaban felices, porque a pesar de todo, viento, lluvia, frío, altura, barro, somos felices. Tal vez somos gente rara, como el video que me encontré hoy en Facebook y que representa vívidamente estos seres apasionados por el deporte, que miran las montañas con otros ojos, que no salen de paseo sin sus tenis y una muda para correr, que se leen libros de corredores, ultramaratonistas, que mejoran su alimentación y se acuestan temprano, todo por el placer de correr.
Aquí va el video porque la verdad me pareció lo máximo. Y sí, esta es mi otra pasión. Ya van tres: escribir, correr y ser creativa. Ahí veré cómo mezclarlas todas.
Como ya les conté, este blog se ha convertido en un taller creativo pero de todo: es como un diario de vida, de viajes y de todas las cosas que me van pasando, que afortunadamente son muchas y muy buenas. Por eso hoy quiero compartirles un viaje maravilloso que hice con el pequeño E al volcán Puracé, en el departamento del Cauca.
Todo comenzó con un vuelo a Popayán, donde llegamos el viernes en la noche. Allí dormimos en un pequeño hotel, muy limpio y atendido por su propietaria, una señora muy amable. Es anoche conocimos a Julio, quien sería nuestro guía del viaje en Popayán hacia nuestra aventura por el PNN Puracé. De Cali nos encontraríamos al día siguiente con el resto del grupo (caleño) y con mi gran amigo de vida, Julio Pérez, a quien agradezco por hacer estos viajes tan maravillosos desde su proyecto Bicivan.
Día 1. Cóndores no se ven todos los días
El sábado salimos muy temprano rumbo a las hermosas montañas del Cauca, donde nacen nuestras cordilleras, donde nace el río Magdalena y el Cauca, entre otros. Así que son hermosas, son grandes, voluptuosas y están por todos lados. Felicidad absoluta, porque siento amor sincero por ellas (heredado de mi papá), y tal vez por eso ahora soy tan feliz corriendo trail running, pero de eso hablaré otro día.
Hacia las 9 am llegamos a la llamada «Piedra del Cóndor» (a 3.100 msnm), un lugar sobresaliente de un cañón impresionante donde habitan tres cóndores que hay en el PNN Puracé. Bueno, ahora llegó un cuarto cóndor, pero es nuevo.
¿De qué se trata esto de avistar cóndores? Los indígenas Nasa, que manejan este lugar, nos llevan a un alto donde hay una gran roca. Allí les ponen carroña (carne podrida) a los cóndores para que vengan a comer. Los viajeros estamos a unos pocos metros de distancia, en silencio, observando.
Los primeros en llegar son los gallinazos o chulos como les decimos en Cali (a propósito, ¡qué delicia estar con caleños!). El avistamiento de estas grandes aves conlleva paciencia: esperamos unos 20-30 minutos en silencio. E ya estaba un poco desesperado; claro, la juventud acostumbrada a que todo está a un «clic»… pero esta fue una gran oportunidad de esperar, estarse quieto, esperar… hasta que llegaron los cóndores.
No sé si las palabras les hagan justicia pero trataré. Enormes, majestuosos, maestros del vuelo, convencidos de su belleza y su imponencia. Sin afán, cautos, misteriosos, bailaban por el aire o se mecían o se dejaban llevar por el viento en un vaivén hipnótico. A partir de su llegada nadie habló, nadie parpadeaba, todos estábamos hechizados por su belleza y su imponencia. Fue un momento mágico, definitivamente.
Después de verlos por un buen rato, ir y venir, volver, alejarse, comer, pelear por la carroña con los gallinazos -que a su lado se veían del tamaño de una paloma-, se fueron. Como vinieron, si hacer alarde de nada, sin avisar, su vuelo se volvió más largo hasta desaparecer en el cañón. Qué encantamiento en el que estábamos.
Como pudimos despertamos de ese momento y seguimos nuestro viaje hacia la Laguna de San Rafael que se encuentra en cercanías al páramo de Moscopán, con un paisaje de páramo muy hermoso, lleno de frailejones. Luego estuvimos en la Cascada de Bedón, una caída de agua de esas que ya no se ven. No era muy alta pero sí muy bella, y terminamos la tarde en el propio Parque Nacional Natural Puracé, caminando para conocer las Termales de San Juan, un lugar lunático en el mejor sentido de la palabra.
Entramos por un camino muy verde, guiado por un indígena Nasa que nos contaba los animales del Parque, la vegetación y cómo la cuidan ellos y los visitantes. Hasta que llegamos a un paraje de aguas azufradas (provenientes del volcán) y aguas heladas que bajan del páramo. Los colores de estos riachuelos son como de otro planeta, literal: azules coral, rosados, naranjas, verde manzana. Las aguas cristalinas bajo un cama blanca de azufre hace que tomen colores inesperados, todo contrastado con el verde del musgo y de la hermosa vegetación que rodea las termales.
No son para nadar, ni para tomar, ni para tocar. Son para deleitar la vista, para detallar cada pozo de donde puede salir aire que calienta el agua, o ver bajar el agua de la montaña. Es una caminata de introspección, meditación y observación a la mejor manera de la contemplación: para maravillarse de la madre naturaleza.
Ese día terminamos en las cabañas de Pilimbalá, un pequeño refugio donde dormimos todos, compartiendo experiencias, fotos y los videos del día. La comida deliciosa, mujeres hermosas cocinaron para nosotros, un grupo heterogéneo de hombres, mujeres y niños, pero con una misma pasión: la naturaleza. Nos acostamos temprano porque al otro día sería la subida al volcán.
¡Qué emoción!
Día 2. La montaña de Fuego
Así se llama en lengua quechua el volcán Puracé. Una montaña misteriosa, árida, majestuosa, cuyo cráter se encuentra a 4.500 msnm, aproximadamente (fue difícil tener una altura definitiva porque los avisos decían una cosa, los celulares otra, etc).
A las 4:00 am nos levantamos, nos esperaba un desayuno delicioso y nutritivo para la caminata que venía cuesta arriba: Unos siete kilómetros para subir más de 1.000 metros. Realmente duro.
La caminata comienza a oscuras, comenzamos a subir montañas aledañas al volcán, trochas de campesinos, de ganado, y poco a poco vamos ascendiendo a la montaña del volcán y el paisaje cambia drásticamente: arena gris, enormes rocas por todos lados. Un ascenso difícil y más aún con la lluvia que nos tocó todo el tiempo. Pero ver y sentir el amanecer, cómo la oscuridad se disipa y comienza a colarse el día entre nubes y montañas y el camino… y nosotros ahí, subiendo y subiendo con el amanecer.
El frío que hacía sumado a la lluvia horizontal y el viento, hizo que pronto estuviéramos calados hasta los huesos. Sí, tenía chaqueta impermeable, pero el pantalón emparamado, las botas de treking encharcadas de toda el agua que bajaba de mis pantalones, los guantes empapados (eran de frío, no de lluvia) y la cara congelada (espero que haya servido para las arrugas!).
Recuerdo haberme encontrado con E (que subió una parte en carro con un grupo) y cuando yo ya iba llegando a la cima él bajaba y casi ni me miró de lo helado y mojado que venía. Me dijo «no siento las manos, mamá». Y yo le dijo «¡guárdalas en los bolsillos!» y siguió su camino. Afortunadamente no perdió los dedos, así que no me siento culpable por no haber llevado el equipo necesario, no me lo esperaba, de verdad. Y nunca lo olvidará, jeje.
Tanto frío y viento y lluvia hizo que llegar a la cima más que una meta fuera un alivio. Al llegar sentí un aire levemente caliente (sólo un poco, ante tanto helaje) y el olor a azufre dl volcán. Desafortunadamente no pudimos ver el paisaje que hay en semejante cima. De haber estado despejado habríamos visto el Nevado del Huila, los Cerros de Puzná, Munchique, Pan de Azúcar, P.N.N. Farallones de Cali, la Serranía de los Coconucos y toda la inmensidad del Valle de Pubenza. Pero quiso la naturaleza que respetáramos sus decisiones y solo nos regaló la cima, que ya fue hermosa. Pero helada y calada hasta los huesos de agua. Así que el descenso fue más rápido, aunque un poco peligroso porque estaba muy cerrado por las nubes; menos mal yo iba con un grupo de montañistas que ya habían hecho cima otras veces, porque por momentos me parecía que no sabíamos donde estábamos.
Al llegar al refugio nos cambiamos de ropa. Sólo en ese momento agradecí haber llevado dos pares de zapatos (que antes me habían parecido exceso), pero al sentir las medias y los zapatos secos descansé… qué delicia. No pensé que fuera posible aguantar tanto frío húmedo. Fue increíble.
Después de un delicioso almuerzo regresamos a Popayán, directamente al aeropuerto y tomamos el avión de regreso. Cada momento pensando en los paisajes vistos, los instantes que guardaré en los cajones de la memoria que no dejan que se borren imágenes tan hermosas.
Y lo mejor de todo, la cereza del pastel, fue oír a E decirme: «mamá, hagamos más de estos viajes, me gustó mucho». Qué felicidad, esa es la conclusión de este hermosísimo viaje: hacer más, conocer más, viajar, observar, disfrutar de este hermoso país todo lo que se pueda.
Nuevamente gracias a Julio Pérez por organizarlo todo tan bien, tan impecable, con su presencia que lo abarca todo, su buen sentido del humor y esa energía que hace que todos nos sintamos caminantes y aventureros de la vida. ¡Espero poder hacer muchos más viajes contigo!
Las fotos hablan mejor que las palabras, pero para los interesados, les recomiendo muchísimo este paseo así, tal cual, porque se aprovecha mucho el tiempo, se conocen lugares, personas y el corazón se ensancha con tanta belleza.